“Escribir es un trabajo. Reflexiones de autores y autoras locales sobre la situación actual del sector”, titulaba Fernanda Pérez la nota en el último número de la revista digital Babilonia Literaria, para luego comenzar por decir: “Vivir de la escritura no es sencillo. Publicar, difundir, ampliar la comunidad lectora, participar de ferias y otros espacios, y hacer de esto un trabajo redituable es casi una odisea”.
Concordamos con tales palabras, las que -por otra parte- no se circunscriben a lo literario; resultan aplicables a otras manifestaciones del arte como la pintura y la escultura, por citar sólo algunas.
Córdoba “La Docta” tiene muchísima producción artística en casi todos los rubros comprendidos en ese concepto. Alguna vez afirmó una crítica literaria que sólo en materia de novelas se escribían dos por semana. Se trata de un fenómeno que no se visualiza mucho; y que se atiende aún menos. Supone, además, un valor agregado para Córdoba que nunca se ha explotado debidamente.
El pasado día 1 se llevó a cabo en la Legislatura un encuentro destinado al sector de escritores y escritoras de Córdoba, a fin de apreciar el contexto que atraviesa y las políticas públicas necesarias para promover y fortalecer la actividad literaria. Es un paso en la dirección correcta que no debe quedar en solitario ni, mucho menos, limitarse únicamente al ámbito de las letras.
La expresión “industria cultural” (IC) fue empleada por primera vez por los teóricos de la Escuela de Frankfurt, quienes intentaban recoger así el cambio radical que se estaba produciendo tanto en la forma de producción como en el lugar social ocupado por la cultura. Se la formuló desde una posición disvaliosa que no compartimos. Que la producción cultural adquiera significación económica suficiente para que tales creaciones puedan ser retribuidas no es, en nuestra opinión, algo malo sino todo lo contrario: crea puestos de trabajo, aceita la economía en general y desarrolla una matriz productiva “limpia” que no afecta el medio ambiente, y de la que además la sociedad se beneficia por el mayor nivel cultural y de acceso a bienes culturales que se logra en la materia.
Se la puede definir como el conjunto de los actores -sean personas, empresas o instituciones- que llevan delante de modo principal la producción cultural con fines lucrativos.
Ramón Zallo, en Economía de la comunicación y la cultura (Madrid, Akal, 1988) define la IC como “un conjunto de ramas, segmentos y actividades auxiliares industriales productoras y distribuidoras de mercancías con contenidos simbólicos, concebidas por un trabajo creativo, organizadas por un capital que se valoriza y destinadas finalmente a los mercados de consumo con una función de reproducción ideológica y social”.
Se ha dicho que el concepto importa un conglomerado de muy distintas creaciones y consumos, cuya semejanza es más ilusoria que real. Sin dejar de advertir de la heterogeneidad del rubro, tampoco puede ser pasada por alto su tremenda potencialidad para generar crecimiento, no sólo económico sino también social.
Conforme los datos oficiales del año 2016, las IC representaron 2,5% del valor agregado bruto (VAB) de nuestro país, y evolucionaron entre 2004 a 2016 favorablemente en términos reales a una tasa anual de 4,8%, superior al total de la economía, que fue de 3,0%. Han sido asimismo la causa de una parte significativa del empleo joven y favorecen la creación de nuevos emprendimientos y microempresas a escala mundial. Se calcula que cerca de 200 mil puestos de trabajo privado en la Argentina se inscriben en el sector.
En este punto, la necesidad de articular políticas públicas, en particular de fomento con la actividad privada, no es menor. También, que ese fomento diste del mero subsidio puntual que a nada conduce y nunca ha sido sostenible en el tiempo; y de poder resultar destinatarios de tales políticas el universo más amplio posible, basado en parámetros objetivos, sin preferencias ideológicas o políticas.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales