“Si hay algo que no ocurre en Argentina es tener tiempo para aburrirse. Aclaramos que no estamos diciendo -expresó la ahora ex ministra de seguridad de la Nación Sabrina Frederic-, que seamos un país divertido. Estamos reflejando los permanentes sobresaltos que vivimos, y que no nos permiten desarrollar nuestras vidas con la previsibilidad y tranquilidad que merecemos”.
Parece que la clase política se empeña en hacernos las cosas difíciles. A las cíclicas crisis económicas por gastar más de lo que ingresa al Estado se suman, en el último tiempo, las de naturaleza política, de efectos tan devastadores como las primeras. Precisamente, la semana pasada fuimos partícipes de una de estas crisis: la producida en el seno de la coalición de gobierno.
Claramente, el resultado de las elecciones pasadas permitía suponer algún movimiento en las estructuras políticas. Pero la renuncia a sus cargos, presentada en masa por el ala políticamente más fuerte de las facciones que integran el gobierno, fue una decisión que indudablemente ha puesto en jaque las estructuras institucionales.
Es entendible que haya diferencias en una coalición de gobierno, más si tenemos en cuenta que se viene de una derrota electoral; lo que no se entiende tanto es que éstas se diriman de la forma en que sea ha visto, sin tener los cuidados del caso de no afectar las instituciones, empezando por la presidencial, máxime en un país presidencialista como el nuestro. De hecho, las PASO fueron establecidas para precisamente tener un cauce para salvar las diferencias internas de los partidos respecto de quién va o no como candidato, o qué propuesta se lleva a las elecciones.
Resulta paradójico que un frente que concurrió con lista de unidad en todos los distritos, hasta donde es de nuestro conocimiento, se enfrasque un día después de terminado el comicio en cuestiones internas de modo tan virulento.
Todos los actores sociales, empezando por la dirigencia sin distingo de ideología o sector, debe ser cauta cuando trata sus propios asuntos a la vista de toda una sociedad en la cual la inflación ronda 50% anual, la pobreza e indigencia ha alcanzado a un número espeluznante de argentinos, con índices de desempleo de hasta 10,2% y cierre de comercios e industrias durante la pandemia, entre otras cuestiones críticas.
“Hay dos agendas, la de los dirigentes y la de la gente”, decía los otros días una periodista de CNN en Argentina, a propósito de la pregunta de cómo la población tomaba esas idas y vueltas poselectorales del sector más derrotado en la elección. “Sintiéndose ajenos. Las preocupaciones de la gente pasan por otro lado”.
Es cierto, entendemos tales expresiones. Pero no es menor que frente a situaciones como las que comentamos aquí, es necesario que la ciudadanía se mantenga firme en defensa de la institucionalidad como un valor esencial para una democracia sustentable. Desde su recuperación en el año 1983, no es la primera vez que se experimentan este tipo de situaciones; tal vez la más parecida fue la acaecida en 2001.
Todos somos responsables en defender las instituciones y, como dice el axioma jurídico, “el error de uno no justifica el error del otro”. Más allá de los actores involucrados, la inmensa mayoría que no toma parte en la cuestión tiene también responsabilidades. La primera de ellas, no echar leña al fuego ni aprovechar para traer agua al propio molino, para usar dos frases populares. Algo que se hizo, y mucho, en el pasado pero que ahora, para bien de todos, parece haberse aprendido. No hay ninguna duda de que cuando un país tiene instituciones débiles, sus políticas públicas son ineficaces y, con ello, la calidad de vida de sus ciudadanos cae en picada, como nos viene pasando de un largo tiempo a esta parte.
Abogamos, con algo de esperanza de que de una buena vez la dirigencia ponga las necesidades del país delante de sus aspiraciones personales, y de que se avance en las soluciones que necesita nuestra sociedad antes que en las propias y personales. Ésta es la fórmula seguida por aquellas sociedades en las que la población se siente sujeto y no objeto de la clase política.
Es que vivir lejos de sobresaltos y conflictos permanentes, ver satisfechas sus demandas y necesidades, sentirse seguro y amparado por las autoridades que han elegido, es, a nuestro criterio, uno de los requisitos básicos para que la gente pueda vivir en plenitud y “divertirse” genuinamente.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales