El 17 de febrero de 1600 fue quemado en la hoguera Giordano Bruno luego de un largo y amañado proceso inquisitorial que incluyó suplicios, martirios y tormentos, por afirmar -entre otras herejías- la existencia de una pluralidad de mundos en el universo. Hecho que no ha podido desmentir la jerarquía católica, que se niega a rehabilitarlo “porque Bruno fue juzgado por un tribunal de la Inquisición serio y ponderado que buscaba desesperadamente obtener un mea culpa del acusado, con el propósito de poder absolverle de las acusaciones”, y perdonar el pecado de “haber causado espanto con su defensa a ultranza de las teorías de Copérnico, el astrónomo polaco que había establecido la primacía del Sol sobre la Tierra”.
Las acusaciones formales de orden teológico o cosmológico en contra de Bruno fueron falaces. Roberto Bellarmino, el jesuita inquisidor, dudó como dudó durante el proceso contra Galileo Galilei. Así se desprende del texto de una carta que escribió en busca de consejo, en la que advirtió de los peligros que conlleva confundir la eventual utilidad de una hipótesis científica -concretamente la hipótesis heliocéntrica, que a su juicio era perfectamente legítima si de lo que se trataba era de explicar los fenómenos naturales- con la verdad de tal hipótesis -decir verdaderamente que el Sol está en el centro del universo sería negar el carácter verídico de la palabra transmitida en el libro de Josué o en el Eclesiastés-: ”Decir que, en el supuesto de que la tierra se mueve y el sol se halla estable se salvan las apariencias, no conlleva peligro alguno y tal cosa es suficiente para el matemático (…) Mas pretender afirmar que realmente el sol se halla en el centro del mundo y gira tan sólo en sí mismo, conlleva el peligro de tildar de falsas las Santas Escrituras”, afirmó.
Curiosamente, Bruno, el acusado de 1593, era también partidario de separar “la razón según los principios y leyes naturales” y la “verdad según la ley de la fe”. Si existía ese principio de coincidencia, ¿dónde residió el conflicto? ¿En la débil formación teológica del papa Clemente y de su círculo áulico? O quizá en la sospecha de que por mucho que se proclamara lo contrario, en personas como el acusado –díscolo, perturbador, subversivo, desobediente- no hay, ni habrá, una auténtica voluntad de mutilar la razón para que la fe pueda ser realmente determinante a la vez en la configuración del orden social y en el establecimiento de máximas de comportamiento individual.
Hay una cuestión mayor, de carácter político -si se quiere- que hizo titubear al inquisidor. La Iglesia y el papado, que habían sufrido tanto desprestigio por las burlas de los goliardos en la Edad Media, ¿se encontraba en condiciones de sufrir la embestida de pícaros juglares y trovadores, partidarios del reo? Mucho más cuando ya sostenían que el universo era como Bruno lo entendía, sin arriba ni abajo, y que el cielo no era ningún lugar posible, razón por la cual ni Cristo ni la Virgen ni los ángeles moraban en él.
Bellarmino, que sabía que era injusta la sentencia pero no podía desobedecer al papa, al momento de leer el veredicto tembló. Giordano Bruno, el antiguo dominico que enseñó como maestro, filósofo, astrónomo y matemático en Marburgo, Wittenberg, Praga, Frankfurt y Venecia, percibió ese signo de debilidad y lo sentenció: “Tremate forse piu voi nel pronunciar la sentenza che io nel riceverla” (Más tembláis quizá vosotros al pronunciar la sentencia que yo al escucharla). Sabía en su fuero interno que, más temprano que tarde, acabaría imponiéndose una sociedad distinta, “acorde con los principios y luces naturales”, ante la cual dichos jueces o sus futuros pares tendrían que rendir cuenta…
La vida moral del filósofo -como la del resto de los intelectuales-, según Giordano Bruno, no tiene ni debe ajustarse a normas exteriores ni convenciones sociales, religiosas o políticas. Hacerlo es perder su sentido de libertad. La fuerza moral del sujeto está patentizada en el toma de sí mismo; y esa moral consiste en el furor heroico, es decir, el entusiasmo moral que tiene su fuente en la conciencia de la propia individualidad que representa un colectivo, en la convicción de ser una parte del Todo, que le obliga a identificarse con la necesidad universal de la Naturaleza. Giordano Bruno fue condenado por promover puntos de vista heréticos sobre la teología, de la que había sido profesor en Oxford. Por estos “crímenes contra la fe, la religión, la iglesia y la humanidad”, y dado que “no se retractó de sus infames herejías”, fue condenado y quemado en la hoguera.
La sentencia decía: “Fallamos, atentos los autos y méritos del dicho proceso, que debemos declarar y declaramos al dicho Giordano Bruno, de haber incurrido en sentencia de excomunión mayor, por la culpa de hereje, fautor, instigador e irrepento a ser quemado en la hoguera, y sus cenizas esparcidas para que de él no quede noticia”.
Giordano Bruno sabía, a pesar del crepitar de las llamas, que su voz sonaría. Es la voz del Gran Maestro que expone, para gloria de todos, sus teorías acerca del universo ilimitado, de la vida universal, de la inmortalidad del espíritu y de la vida heroica que conduce, indefectiblemente, a la perfección humana. En definitiva, para decirnos que la ciencia es la observación de los objetos por medio de los sentidos; que la filosofía es el conocimiento de la unidad por encima de estos objetos.