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La futilidad del relato y sus supuestos propietarios

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia

Desde los tiempos de la Grecia clásica, el relato histórico y político ha sido motivo de disputas similares a las que presentan en este tiempo tan controvertido los medios de comunicación.

Se procura uniformar la opinión pública con un discurso plagado de simplificaciones y obviedades, para sembrar temor, mientras promueven la obediencia a un caudillo, sin más.

Los griegos en la antigua Hélade acusaban a Tucídides de ser causante de todos los males. Lo consideraban un réprobo y subversivo porque tuvo la audacia de desnudar las miserias del poder.

Razón suficiente para que sus textos sobre la guerra fuesen prohibidos y quemados en el ágora de las ciudades-estado de Delfos, Olimpia y Tebas, que vacilaban entre adoptar los modelos políticos que proponían atenienses y/o espartanos.

La tentación de los gobiernos por contar la historia a su imagen y semejanza es un impulso primordial, tan poderoso como el de considerar que con ellos se funda una nueva etapa histórica y que son indispensables para el desarrollo de la nación.

Historiadores, sociólogos y periodistas profesionales, como es de esperar, efectúan fuertes y serios reclamos y críticas a la megalomanía.

Erigen una valla casi insalvable a tamaños dislates ideológicos propios de los populismos, que formulan en su más febril arrebato interpretaciones astrológicas de la historia, para ofrecer como programa de acción política la llegada del “hombre gris”, cuento basado en los dibujos -psicografías- de Benjamín Solari Parravicini.

Los interrogantes crecen a nuestro alrededor y quedan a la espera de respuestas. De todas ellas elegimos algunas que escuchamos por estos días en boca de los decisores del poder: ¿El pueblo es dueño de su propia historia? ¿Es, también, su único propietario?

Antes de avanzar en nuestro breve ensayo, dejamos en manos de cada quien la definición de pueblo que responda a sus intereses ideológico-políticos, o justificar cómo, cuándo y por qué su agrupamiento se alejó de sus pactos fundacionales y comenzó a tratar a sus propios afiliados y adherentes en tercera persona.

¿Será que los partidos políticos han dejado de reconocerse en la sociedad y esa pérdida de identidad se enmascara en alianzas o coaliciones en las que, muchas veces, sus miembros no tienen igual fervor societario o no comparten intereses comunes? ¿Por qué las coaliciones en la Argentina están fundadas en un extremo verticalismo que colisiona gravemente con la democracia representativa?

Desde otras aceras del pensamiento surgen voces agraviadas por intrusos, “extranjeros que atentan contra la unidad territorial argentina”.

Los extraños que provocan tamaño pavor son académicos, becarios y políticos extranjeros quienes, conmovidos por nuestra tragedia, pretenden entender legítimamente nuestro pasado americano y si existen obstáculos para nuestra inserción internacional.

Tarea en la que los alarmistas no han mostrado vocación para emprender -en un marco de seriedad y responsabilidad- una explicación racional de la forma como se construye la realidad y cómo ella incide en el relato político.

Las discusiones que cruzan nuestra cotidianidad no buscan acuerdos. Se pretende silenciar al oponente. No les importa atender las necesidades de grupos sometidos por alguna forma de dominación. Dominación que en Argentina se replica en todas sus provincias feudales y en los cinturones de pobreza que cercan las grandes ciudades. Sus habitantes tienen miedo hasta de alzar la voz.

Esa minusvalía tal vez sea consecuencia de la falta de elementos para construir en libertad un relato político e histórico que impacienta, mucho, a los detentadores del poder, quienes, con la complicidad “de la parte buena y sana de la sociedad”, ahogan esas voces. Su pensamiento aparece incluido en un index silencioso en el que están encerrados los réprobos e infieles.

Ese espanto aterra. Remite a las peores horas de la República. Se cercenan las libertades fundamentales. La propiedad de los saberes es exclusiva de los gobernantes.

“Pregúntese de quién es la propiedad de los textos, de las aulas, de las publicaciones y de nuestros decires -nos dijo casi al oído un temeroso director de escuela de la provincia de Catamarca- y sabrá de nuestra suerte”.

Una de las cuestiones por resolver en esas regiones marginales es la inclusión y promoción social de la mujer más allá del discurso político. Todos los gobiernos de provincias dicen estar comprometidos con la igualdad de género. Pero la realidad es diferente. Las mujeres siguen recluidas a tareas domésticas, y cuando se trata de tareas rurales, son recolectoras de granos u hortalizas o pastoras.

En este cuadro múltiple y diverso que pretende ser una muestra homeopática de la realidad, se debe dejar constancia de la existencia de grupos que mantienen su existencia en un cono de sombras, fuera del conocimiento público. Es un formato que oculta sus lazos con el poder real y los gobiernos con sus miserabilidades.

La historiografía de las religiones ofrece perspectivas diversas. Hacia la década del 30, gran parte de la historiografía religiosa en Occidente era confesional.

“La historia protestante era escrita por protestantes y divulgada en publicaciones protestantes, la historia católica -anota Natalie Zemon Davis en un trabajo publicado en American Historical Association Newsletter- principalmente por católicos para publicaciones católicas; la historia judía principalmente por judíos para publicaciones judías. Los miembros de otras religiones aparecían en estos estudios eruditos como enemigos, perseguidores, herejes o como el amigo tolerante ocasional”. Zemon Davis agrega: “El trabajo de secularistas decididos a comprender la religión antes que a demolerla y de ecumenistas comprometidos fue redefinir los contornos de la historia religiosa. En Francia, el historiador Lucien Febvre desempeñó este rol con Martin Luther. Un destin (1928), Le problème de l’incroyance au XVIe siècle. La religion de Rabelais (1947), Au cœur religieux du XVIe siècle, París, (1957) y varios artículos publicados en medios no confesionales, tales como la Revue de synthèse historique y los Annales.

Para quienes pretendan profundizar el pensamiento de Lucien Febvre, recomendamos vivamente la biografía que publicó Henri Lapeyre en 1970, titulada Un grand historien: Lucien Febvre (1878-1956).

En estos tiempos de guerra, hay espacio para intentar una respuesta a otro interrogante: ¿Occidente es dueño de la historia? Es decir, los temas, conceptos, categorías de análisis y modelos narrativos de los que, se preguntan algunos, surgen de los escritos históricos occidentales para atribuirse ¿la historia “verdadera”?

El principal conflicto general en Norteamérica se centra en torno a los cursos sobre la civilización occidental y su relación con la “historia universal” y de los propios cursos de historia universal.

La crítica a los cursos reformados no se hizo esperar. Primero fueron resistidos en América Latina, ya que llegaron empaquetados y garantizados por la Alianza para el Progreso y por la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Más tarde lo hicieron los resistentes al sistema educacional dual vigente en Estados Unidos, que intentaba instaurar una sociedad ágrafa en las regiones donde predominaban negros y latinos.

La excusa esgrimida fue alivianar la tarea de los alumnos, pero de esa manera ser mucho más maleable frente al discurso racista de republicanos y demócratas conservadores, custodiados por pastores evangélicos y pentecostales exacerbados de dogmatismos.

Éstos hacen dificultosa la tarea docente, que muchas veces ve cómo se obstaculiza el intercambio creador entre maestro y alumno y viceversa.

El fanatismo no entiende razones de orden pedagógico. Mal que les pese, cada docente sabe lo que necesita frente al aula siguiendo la dinámica e interés de cada grupo de alumnos.

En consecuencia, fue el espacio de disputa y preeminencia en la conciencia de los educandos entre la Ciudad de Dios de San Agustín y la Ciudad del Hombre, con todas sus contradicciones.

El ciudadano libre no nace de la obediencia sino del sano ejercicio de la aún más sana crítica y de la libertad de pensamiento.

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