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La Fuerza Aérea Sur

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Por Luis Carranza Torres 

Por la misma naturaleza de la aviación castrense, el grupo de unidades aéreas probadas en combate es corto y selecto, en los anales de la historia militar universal. Argentina, luego de 1982, inscribió una de ellas en ese listado: la Fuerza Aérea Sur.

Al igual que sus homólogas de otros tiempos y otras guerras -como la Octava Fuerza Aérea Estadounidense y el Comando de Defensa de la Real Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial; o la Zroa HaAvir VeHaH.alal israelí durante la Guerra de los Seis Días, de 1967-, dicha gran unidad de batalla aérea argentina peleó contra un enemigo superior, en las peores condiciones, durante la guerra de Malvinas.

Nadie sintetizaría mejor dichas acciones, sin poder pecar de parcialidad, que el analista e historiador militar estadounidense James Corum, catedrático en la Escuela de Estudios Aéreos y Espaciales Avanzados, de la Fuerza Aérea estadounidense, en su artículo Argentine Air Power in the Malvinas War: An Operational View, publicado en la prestigiosa revista especializada en temas de la guerra aérea Air & Space Power Journal, en el otoño de 2002: “La actuación operacional de la aviación argentina en la Guerra de las Malvinas fue impresionante. Los pilotos de los Skyhawk, Dagger y Mirage de la Fuerza Aérea, y del escuadrón Super Etendard de la Armada, demostraron notables habilidades de pilotaje y navegación. Los ataques a baja altura eran excepcionalmente difíciles y peligrosos (…) aun tomando sólo las pérdidas oficialmente reconocidas por los británicos, sigue siendo una actuación impresionante teniendo en cuenta las limitaciones de la Fuerza Aérea y la falta de formación en operaciones contra objetivos navales antes de la guerra”.

Afectar un tercio de la flota británica, incluyendo a sus mayores y más modernas naves -como los destructores Sheffield, Coventry, y hasta el portaaviones Invencible-, no fue una tarea exenta de esfuerzos y pérdidas. Como nos dice Corum, “para infligir el mayor daño y las mayores bajas sufridas por la fuerzas británicas, la Fuerza Aérea Sur pagó un precio muy alto, perdiendo 41 por ciento de sus aviones”. Se trataba de una pérdida rara vez vista en una gran unidad aérea de combate pero, como concluye Corum, dicho “desgaste increíble nunca rompió la moral alta de la Fuerza Aérea Sur ni afectó su espíritu de lucha”. Detalle no menor, ya que hasta ese entonces nunca en la historia una unidad de combate había seguido luchando orgánicamente luego de sufrir la destrucción de un tercio de sus capacidades. Como prueba de ello, en el último día de la guerra, el 14 de junio de 1982, estaban planeadas o en curso de ejecución 18 misiones de combate.

Luego del conflicto, hubo distintos reconocimientos a esa capacidad militar y espíritu de entrega de la Fuerza Aérea Sur, tanto de propios como de extraños. Pero acaso ninguno como el reconocimiento del propio enemigo, desde sus generales a los propios soldados británicos. Y de entre estos últimos, ninguno más extraño y revelador que el prodigado por un miembro del regimiento de Guardias Galeses, en el inhóspito campo de prisioneros instalado en un antiguo frigorífico, en San Carlos: el soldado, que junto a su unidad había sido atacado por la Fuerza Aérea Argentina en el desembarco de Bahía Agradable, cuando todavía estaban en sus buques, primero, y luego en las alturas circundantes a Puerto Argentino. Al reconocer en uno de los prisioneros que custodiaba la campera de vuelo que usaban los pilotos argentinos, se acercó a él decididamente con su fusil terciado sobre el pecho, con la mirada fija en el emblema del Halcón del Grupo 5 de Caza que tenía la campera y, señalándole la insignia, lo miró levantando el pulgar con el puño cerrado, en un evidente gesto de admiración, y le dijo: “Braves… very braves”. Y sin esperar respuesta, luego de decirlo se alejó lentamente, reafirmando sus palabras con un movimiento de cabeza.

El prisionero no era otro que el jefe de la Base Aérea Malvinas, el por entonces comodoro Destri, quien recordaría luego la impresión que le dejó el acontecimiento con estas palabras: “Aún recuerdo su rostro semienmarcado en la boina verde caída sobre la oreja, mientras sus ojos fijos en el Halcón del emblema parecían evocar las apocalípticas imágenes de los incendios producidos por las explosiones de las bombas lanzadas por los pilotos de los Skyhawks sobre los buques, convertidos en trampas de fuego (…). Un pensamiento agradecido voló hacia mis camaradas Halcones que, a la distancia y aún desde el más allá, me brindaban ese gratificante momento honorable, en medio de tantas penurias e incertidumbres propias del prisionero de guerra”.

Era la más terminante e inapelable constatación de que las acciones aéreas en la guerra que acababa de concluir habían ingresado ya en esa selecta categoría de la historia de la aviación de combate mundial, reservada únicamente a las actuaciones que adquieren estatura de leyenda.

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