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La ética judicial y una metáfora médica

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La administración de justicia se encuentra en estado crítico y algunos menos optimistas piensan que su enfermedad se ha vuelto crónica y no cabe ninguna esperanza de remediación.

Por Armando S. Andruet (h)* – @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia

Las metáforas son un buen recurso literario. También permiten hacer visible una cuestión y promover la memoria de ella.
Usaré el recurso metafórico para vincular el estado actual de la administración de justicia con la importancia que la ética judicial tiene en dicho ámbito. Con administración de justicia me refiero tanto al sistema organizativo y estructural del sector justicia como a los componentes humanos que lo integran. En especial a quienes tienen la responsabilidad de gobernar el Poder Judicial como cabeza de poder y, en igual medida, a los jueces que también son cabeza de una estructura de poder del Poder Judicial aunque de menor escala, como son los tribunales a su cuidado.
También vale aclarar que en una estructura institucional compleja como es la Argentina, donde coexisten 24 poderes judiciales provinciales más otro federal, todos ellos con disímiles estándares de realización, proyección y defección, resulta riesgoso brindar un criterio absoluto y pleno para el colectivo. Los hay mejores y peores, las fortalezas de algunos pueden ser las debilidades de los otros.
Nos referiremos sobre todo a ese colectivo que el ciudadano medio, razonable y crítico nombra bajo dicho tipo y que para el cordobés será Poder Judicial de Córdoba, para otros provincianos uno diferente y para cualquiera de ellos, también siempre el Federal. Este último cobra más relevancia por la natural exposición mediática y política que asumen las causas federales y porque las defecciones de dichos jueces tienen una viralización insuperable para cualquier juez de provincia.
Destaquemos entonces como variable de observación los casos que ocurren en los tribunales provinciales y federales, y que no integran la matriz de los casos corrientes y para los cuales no existen mecanismos elementales de solución. Así, para casos complejos, los tribunales tienen infinitas dificultades para comprenderlos, investigarlos y juzgarlos.
Existe en tales ocasiones una pluricausalidad nefasta. Entre otras cuestiones: deficiente formación técnica en materia no judicial, excesivo dogmatismo jurídico, precaria infraestructura e instrumental investigativo, leyes de fondo y de forma sin resquicios hermenéuticos, temores para prácticas contramayoritarias, dominaciones políticas severas, desconfianza ciudadana en los jueces -entre otras-.

Estas cuestiones y otras tantas las hemos leído y oído gran cantidad de veces, y por ello es tiempo de reconocer que los problemas no se solucionan leyendo, escuchando o verbalizando que existen sino ejecutando acciones que modifiquen ese estado de la realidad.
Dicho esto, proponemos el ensayo metafórico desde la práctica médica que bien sabemos, se desarrolla sobre tres pasos: diagnóstico, pronóstico y terapéutica. Y lo inicial es decir que como el sistema de justicia se encuentra tan invocado desde la teoría, diríamos que es como si se creyera que la medicina narrativa, que si bien ayuda al enfermo, al final de cuentas para curarlo hay que intervenirlo.
Tanta narrativa médico-judicial lleva a que la administración de justicia aparezca como un paciente “sobrediagnosticado”, pues se le han efectuado estudios complementarios, pruebas contrastadas, imágenes de alta resolución, ateneos médicos, discusiones de servicios y todo ello ha brindado un diagnóstico definitivo: el paciente -la administración de justicia- se encuentra en estado crítico y algunos menos optimistas se animan a pensar que su enfermedad se ha vuelto crónica y no cabe ninguna esperanza de remediación.
Cuando a la administración de justicia le ocurre esto, lo único que se hace como clínica es proseguir administrando, en bajas dosis, un tratamiento que habrá de permitir que en su ínterin emerja alguna nueva complicación. Así, nunca el cambio será posible y con ello, consultoras y analistas en un juego digno de Sísifo proseguirán haciendo lo suyo, y los ciudadanos sufriendo la enfermedad declarada y conocida pero nunca propuesta en cura.
Es tiempo de pasar a la acción con nuestro paciente. A tal efecto, resultan en nuestro juicio tres terapéuticas posibles, cada una con sus pronósticos, con sus complicaciones relativas, sus riesgos altos pero de baja frecuencia, las complicaciones intermedias de alta prevalencia, los efectos colaterales de alta toxicidad y otro conjunto de variables todavía menos previsibles.

Las terapéuticas -siempre en la metáfora- son tres: a) Cuidados paliativos; b) práctica con quimioterapia; c) cirugía mayor. Ir por la vía de los cuidados paliativos es algo así como saber a priori que nuestro enfermo en realidad está muy mal, y aspiramos a que pueda continuar su vida en la mejor condición posible; y para ello, habremos de producir la realización de cambios que mejoren su propio confort, pero tenemos certeza de que el paciente es irrecuperable.
Siendo el enfermo la administración de justicia, ejecutar dicho tratamiento es hacer una práctica gatopardista en la que lo que se cambia, en realidad no produce modificación sustantiva alguna y aunque sean cuestiones rimbombantes, nunca superarán el ámbito de la cosmética y maquillaje. Ello, sin perjuicio de presentarse ante ingenuos “como si” las cuestiones cambiaran. Muchos creerán que el enfermo mejora cuando en realidad sólo se conserva -aunque hay que decirlo- con menos sufrimiento y mayor estética. A nuestro enfermo -sistema de justicia- se lo ha atendido históricamente de esta manera y por ello, a veces, ingresa en cuadros agudos de sobresalto y hay que utilizar medidas de soporte vital -leyes especiales, partidas presupuestarias extras, etcétera- para que continúe latiendo porque, en realidad, el sistema de justicia no puede morir.
La segunda vía es la terapia química que, como sabemos, es un procedimiento agresivo que intenta remediar en manera definitiva el tumor, pero no siempre lo logra.
Además, hay que conocer que el enfermo -frente a este tratamiento hostil- deberá sobreponerse con mucha entereza a los desequilibrios que la química le producirá, y por ello el único camino para afrontar dicho desafío será preservar ínterin del tratamiento los órganos vitales. En nuestra metáfora, los elementos orgánicos primarios son cada uno de los jueces, quienes entonces tendrán que estar fortalecidos desde sus responsabilidades funcionales y estándares morales para el mencionado impacto.
La ética de los jueces será entonces la que haga de contrapeso para el sostenimiento del sistema cuando inmunitariamente éste decline para así volver a emerger fortalecido. De todas formas, nada asegura que aun con eso cumplido la enfermedad no vuelva a presentarse, y por ello la remisión habrá sido temporal y las reservas morales habrán quedado muy desgastadas.
La tercera vía es grave y escandalosa. La cirugía mayor es compleja técnicamente por la intervención; además necesita de vastos recursos profesionales para cumplirla, equipos técnicos sofisticados para sostenerla y un paciente que soporte ese episodio.

Aspirar a lo mayor puede implicar la muerte del paciente, por ello un buen médico recomendaría profundizar sobre la vía intermedia para fortalecerlo, para luego una futura intervención.
La pregunta en realidad -por fuera de la metáfora- que se puede formular es: ¿cuánto se hace para fortalecer moralmente a nuestros jueces? Y la respuesta nos vuelve a llevar al inicio del problema: nada. Sólo diagnosticamos y nunca ejecutamos.
Un reporte médico diría que el inicio de una buena terapéutica comienza en la comprensión que el paciente hace de que no puede vivir si él quiere morir. A veces la negación por afrontar políticas públicas de Estado judicial por la ética judicial parece mostrar que nuestro paciente no quiere modificar su cuestionado modo de vivir.

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