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La duda razonable en el proceso penal, ¿quién la define?

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Por Gonzalo H. Perelló (*)

El principio “in dubio pro reo”, derivado del principio de inocencia, exige que para condenar a una persona la prueba conduzca necesariamente a la certeza del relato de acusación “fuera de toda duda razonable” y, en caso de la existencia de una duda de este tenor, habrá que estar a lo más favorable al imputado. 

Sin embargo, en la praxis parece haberse flexibilizado o relativizado, no casualmente a favor del imputado, el apego al beneficio de la duda. 

No sorprende encontrar algunas situaciones en las que se llegan a aceptar conclusiones dudosas como certeras y, de esta manera, se condena al imputado aun subsistiendo un margen de vacilación respecto a lo realmente ocurrido. 

Muchas veces, los imputados son invadidos por una sensación de injusticia que obliga a su defensor a hacer un esfuerzo denodado por tratar de explicar por qué algunos elementos de descargo (que dejaron un margen de incertidumbre respecto a la extremos de la imputación delictiva) no bastaron para mantener el tan preciado estado de inocencia. 

También suele suceder que algunos jueces afirman vehementemente haber arribado a la verdad sobre lo ocurrido al momento del veredicto, pero les resulta altamente dificultoso manifestar suficientemente los motivos por los cuales sienten ese estado de espíritu o brindar los motivos por los cuales no le creen al imputado. 

El margen y la concepción relativa a la duda razonable varían constantemente, sobre todo por la indeterminación del concepto y el componente subjetivo de este estándar probatorio. 

No existe un criterio uniforme para determinar cuándo estamos ante un estado de duda o certeza. La exigencia de razonabilidad para la duda y la conceptualización de la certeza como convicción de haber arribado a la verdad conducen necesariamente a que la decisión esté condicionada o influida por componentes intuitivos o personales subjetivos del juzgador. 

El juez, antes de pronunciarse sobre la verdad de los hechos de la causa, experimenta la influencia de su carácter individual, de sus experiencias y de su lógica; a la vez que los factores que influyen en estos estados de ánimo no son siempre los mismos ni son estáticos o predeterminados. 

La duda y la certeza no dejan de ser posicionamientos (personales) del juzgador relativos al conocimiento de la verdad, y su búsqueda está subordinada a ciertas reglas decisivas, no sólo jurídicas sino también de la razón y la experiencia, entre otras. Por ende, debemos ser honestos en reconocer que resultará dificultoso llegar a obtener una total correspondencia entre lo conocido y sucedido. 

En tal sentido, Gustavo Arocena sostiene la existencia de límites jurídicos (normas constitucionales y procesales que excluyen pruebas relevantes) o prácticos (el carácter selectivo de la percepción de la realidad de las personas que intervienen en la reconstrucción-comprobación de la verdad judicial, el excesivo costo de las investigaciones policiales, las limitaciones de tiempo y recursos para la búsqueda de la verdad acerca de un hecho) que impiden que en el proceso penal se determine una verdad absoluta. 

En la búsqueda de la certeza a la que se aspira en el proceso penal, todos los elementos de comprobación que se emplean para la reconstrucción conceptual y la acreditación de un supuesto de hecho sólo sirven para acreditar meras probabilidades. Incluso más: nos hace ver el propio Arocena que nuestro ordenamiento jurídico reconoce implícitamente que la supuesta certeza contenida del pronunciamiento judicial no es tal. Prueba de ello es que se permite, mediante el recurso de revisión específicamente por aparecer nueva prueba, conmover la cosa juzgada. 

Esto necesariamente debe conocerlo el imputado. Entiendo que un primer paso a la hora de abordar el principio de inocencia y el in dubio pro reo, es sincerarnos y aceptar que la supuesta certeza acerca de la verdad contenida en el pronunciamiento, que vendría a romper con este estado de inocencia, se asemeja más a una “probabilidad” que ha alcanzado un grado suficiente, excluyente de toda duda razonable. 

Ése, estimo, es el punto de partida para bajar no sólo en las expectativas del imputado en el proceso sino también tolerar resoluciones que se aproximen lo mayor posible a dicha verdad, erradicando la necesidad de recurrir a la exigencia de un convencimiento del juez. 

Grandes procesalistas -nacionales e internacionales- han sostenido que el estándar penal actual «prueba más allá de toda duda razonable» es confuso, se encuentra deficientemente definido y frecuentemente es ininteligible, sobre todo para los jurados. 

He leído también, y me permito reproducir, que Larry Laudan ha considerado «la noción de culpabilidad más allá de toda duda razonable» (en tanto único parámetro aceptado y explícito para alcanzar un veredicto justo en un juicio penal) oscura, incoherente, turbia, y la existencia de esta confusión implica que en cualquier juicio penal, tanto el acusado como el fiscal, incapaces de predecir qué nivel de prueba será necesario, se enfrentan a una ruleta: «El sistema carece de confiabilidad (en el sentido de uniformidad y predictibilidad). Por lo tanto, es inherentemente injusto”.

La incorporación por vía legislativa o jurisprudencial del “más allá de toda duda razonable” a los sistemas continentales no ha sido satisfactorio en absoluto. Ello por la subjetividad de quien tiene que decidir y no permitir ningún control intersubjetivo. 

Esta subjetividad, a la vez, se encuentra condicionada por muchos otros factores externos tales como los conocimientos del operador (quien más sabe menos duda), la presión mediática, la opinión pública, el clamor social, la intervención de otros estamentos judiciales en la misma causa, el problema de la posverdad, etcétera. 

Incluso más: en reiteradas oportunidades la duda se ve objetada por la intervención previa de otros estamentos intermedios (juzgados de Control, cámara de Acusación), ante lo cual el tribunal de mérito muchas veces no contradice. Todas cuestiones vinculadas con la subjetividad del juzgador. 

Frente a ello, recientemente la Corte Suprema de Justicia ha sido clara en afirmar: “El estado de duda no puede reposar en una pura subjetividad sino que debe derivarse de una minuciosa, racional y objetiva evaluación de todos los elementos de prueba en conjunto” (in re “Rivero”, del 3/3/2022). 

Especifica que “el concepto ‘más allá de duda razonable’ es, en sí mismo, probabilístico y, por lo tanto, no es simplemente una duda posible, del mismo modo que no lo es una duda extravagante o imaginaria. Es, como mínimo, una duda basada en razón”. 

A partir de este razonamiento, se confirma en primer lugar que la cuestión de duda y certeza termina dirimiéndose en el ámbito de la probabilidad y no se requiere la absoluta verdad o correspondencia con lo sucedido. 

Por otra parte, existe un umbral mínimo de duda, que es la razonada, que basta para que sea operativo el principio in dubio pro reo, excluyendo sólo la duda absurda o extravagante. 

De esta afirmación puede colegirse que, si el juzgador tiene una duda que se asienta en un correcto razonamiento, conforme las reglas epistémicas, no podrá condenar. Cualquier otra interpretación extensiva o una exigencia mayor respecto a la fundamentación de la duda contrariaría la interpretación del principio de raigambre constitucional como el de in dubio pro reo, exigiendo mayores requisitos que el impuesto legalmente. 

No se exige ni suficiencia de esa duda ni que la hipótesis acusatoria sea descartada en su totalidad, ni que se realice un esfuerzo denodado por fundarlo. 

Sólo se exige que no sea una duda absurda o extravagante para que tenga peso específico. A mi criterio, no debe exigírsele la misma fundamentación de la certeza. El exigente análisis de razonabilidad debe hacerse respecto a la conclusión que asevera la ruptura del estado de inocencia y no del que mantiene la presunción de ley. 

Finalmente, nos queda preguntarnos: ¿cómo superamos esta indeterminación del margen de la duda? Es clara la tendencia de avanzar en la formulación de estándares de prueba que reúnan características que no caigan en estados determinados de conciencia o espíritu. 

Así la solución comienza a vislumbrarse. 

No son pocos los doctrinarios partidarios de estándares probatorios más exhaustivos sin que ello implique retroceder al sistema de prueba tasada. 

Se propugna el abandono de criterios indeterminados tales como “razonabilidad” y “suficiencia probatoria” y su reemplazo por fórmulas más específicas para determinar cuándo existe certeza para condenar y duda para absolver. 

Debe buscarse un estándar probatorio que obligue a valorar todos los datos disponibles y la refutación de todas las hipótesis compatibles con la inocencia del acusado. Que apele a la parte objetiva del conocimiento del juzgador, para así cumplir con la expectativa de imparcialidad objetiva y subjetiva que se le demanda al proceso penal. 

Estos estándares probatorios acotarán los márgenes de discrecionalidad del proceso subjetivo de toma de decisión, sin tener la pretensión de ahogarlo, de volverlo maquinal, que fue precisamente la crítica al sistema de pruebas tasadas legalmente. 

Sin embargo, su planteo e imposición legislativa demandarán una ardua tarea de política criminal que no desconozca que enfrente tienen al imputado, persona que no tiene los tecnicismos, la lógica ni la experiencia del juez pero que pretende también que se haga justicia.


(*) Abogado. Auxiliar de la Defensa Pública

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