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La derrota inglesa de aquel 1 de mayo de 1982

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Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong

El 30 de abril de 1982, el grueso de la Fuerza de Tareas inglesa se había reunido en la zona denominada Trala -situada a unos 400 km al noreste de Puerto Argentino- y terminado los preparativos para atacar al siguiente día las islas Malvinas.

Se trataba de la fuerza aeronaval de mayor envergadura desplegada en el tercer mundo por parte de la Gran Bretaña, desde la crisis de Suez de 1956. Igual que ella, era una aventura colonial en pleno siglo XX.

Había sido publicitada como una expedición punitiva, una acción militar de fácil realización, necesaria para recuperar el golpe al prestigio internacional inglés recibido con el desembarco de las tropas argentinas en las islas el 2 de abril de ese año.

Como se reconocería en voz baja, mucho tiempo después, el problema no había sido el desembarco argentino en sí sino la pobre actuación de las tropas británicas, que demostraron una corta y mínima voluntad de lucha. Ello, en un mundo bipolar protagonizado por una guerra fría e implacable entre el bloque capitalista y el soviético, sembraba dudas ante aliados y adversarios respecto de la capacidad de Inglaterra para cumplir sus compromisos en materia de defensa, tanto propia como colectiva en el ámbito de la OTAN.

Debía, pues, restaurarse a cualquier trance el “honor beligerante” y para ello se envió casi a la totalidad de la flota inglesa, con una brigada de infantes de marina, a reconquistar unas islas situadas al sur del sur del mundo, de las cuales casi nadie tenía noticia ni de su existencia.

El ataque a las Malvinas se había concebido por el alto mando inglés como una operación estratégica conjunta. Al bombardeo aéreo, destinado a inutilizar las pistas de aterrizaje de Puerto Argentino y Darwin, le seguiría otro naval para luego efectuar un desembarco mediante helicópteros, primero, y luego anfibio, que permitiera consolidar una cabecera de playa en las proximidades de Puerto Argentino.

Se entendía que las fuerzas argentinas no mostrarían voluntad de luchar, por lo que se preveía que, frente una demostración de fuerza y contundencia en los ataques, la guarnición argentina en las islas aceptaría la rendición inmediata.

Seguía -de tal forma- el planeamiento militar británico el concepto de «batalla decisiva», buscando decidir a su favor la situación en un único choque armado.

No contaban con que, en el trayecto al Atlántico Sur, la aviación argentina había descubierto la forma de penetrar las defensas aéreas de la flota que se decía invulnerable.

Para ello había sacado a mar abierto a los destructores Tipo 42 de la Armada: el Santísima Trinidad y el Hércules -gemelos de las unidades como el Sheffield-, y ensayado ataques desde diversas direcciones y cotas hasta dar con un punto ciego en la defensa inglesa que ni los propios británicos sabían que tenían.

Por ello, al inicial ataque aéreo y naval, que fue respondido desde tierra, le siguió el contraataque de la aviación argentina, la cual, tras ejecutar 58 misiones de combate, había dejado como saldo un destructor seriamente dañado, dos fragatas clase Amazon dañadas, más la pérdida de dos Harriers a manos de la artillería antiaérea en las islas.

Todo ello, pese a operar al límite de su radio de acción y con malas condiciones meteorológicas en sus bases continentales.

Hacia las cinco de la tarde, luego de 13 horas de operaciones bélicas, el alto mando británico resolvió retirar a sus buques hacia el Este, a una distancia tal que le asegurara estar fuera del alcance de la aviación argentina. Se cesó en todo intento de operaciones de envergadura y se requirieron de manera urgente refuerzos navales, aéreos y mayores fuerzas terrestres a su comando superior en Northwood.

Dos años más tarde, Woodward declaró al diario The Economist de Londres, explicando el fracaso: «Lo que pasó es que desconocía el potencial de la Fuerza Aérea Argentina; mejor dicho, jamás pensé que sus pilotos hicieran lo que hicieron. Siempre tuvimos cobertura aérea para nuestros buques pero nada se pudo hacer contra la persistencia de los pilotos argentinos. Fue algo realmente extraordinario, aparecían por todas partes y aprendimos a respetarlos».

En palabras de uno de los oficiales superiores argentinos más respetados del conflicto, el brigadier Luis Castellano, jefe del Componente Aéreo del Comando Conjunto Malvinas: “De estas acciones quedaban claras dos conclusiones: que los intentos de helidesembarco del enemigo habían fracasado y que la flota inglesa no era invulnerable”.

El “picnic militar” prometido por los almirantes de la marina real a Margaret Hilda Thatcher se mostró ilusorio. Habían tenido una “derrota no decisiva”, que obligaría a desterrar todo optimismo de sus planeamientos futuros.

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