No viene nada mal, en los tiempos presentes de pandemia, tan necesitada de humanitarismo, recordar a personas como Eglantyne Jebb. Nacida el 25 de agosto de 1876 en Ellesmere, condado inglés de Shropshire, a poca distancia al este de la frontera con Gales y al oeste de Birmingham. Su obra se proyectaría al mundo.
De familia rural acomodada, cursó un nivel de estudios superior a los de las mujeres de la época. Primero en Oxford y luego en la Escuela Superior para Profesores, en Stockwell.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, se convirtió en pacifista convencida. Dedicó muchos esfuerzos a paliar el sufrimiento de refugiados, en particular niños, viajando incluso a zonas de conflicto, como la de los Balcanes.
El 15 de abril de 1919, junto a su hermana, Dorothy, creó el Save the Children Fund, una organización independiente con el objetivo de proporcionar ayuda tangible a los niños en toda Europa, sin distinción de nacionalidades. Esto suscitó polémica pues incluía ayuda a los países vencidos en la guerra, a los cuales Gran Bretaña todavía mantenía bloqueados económicamente.
Al anunciarlo, el 19 de mayo, en una reunión pública en el Albert Hall de Londres, muchos del público llegaron provistos de fruta podrida para arrojarla sobre quienes entendían “traidores que pretendían recaudar dinero para los niños de los enemigos”. Pero no se produjeron incidentes por la convicción puesta por Eglantyne en su discurso, que convenció a algunos e hizo desistir al resto.
Fue detenida por haber repartido fotografías de niños hambrientos de Viena en Trafalgar Square y criticar que el gobierno inglés siguiera el bloqueo a pesar del final de la guerra.
Durante el juicio, Eglantyne insistió en asumir su propia defensa. Ésta no era mucha desde lo técnico porque había difundido imágenes sin estar aprobadas por los censores que el gobierno todavía mantenía por el estado de guerra, concluido en las hostilidades pero todavía vigente por no haberse firmado la paz en un instrumento formal.
Pero ella se centró en el aspecto humanitario de la cuestión, por entender que había obrado siguiendo un deber moral. Como dice su biógrafa, Clare Mulley, en su libro La mujer que salvaba a los niños: “Las fotografías de niños austríacos hambrientos que Eglantyne reprodujo en sus folletos no podrían pasar ahora las directrices de la política de imagen de Save the Children, cuyo objetivo es preservar la dignidad humana y evitar la presentación condescendiente de las patéticas y anónimas víctimas de guerra o de desastres naturales con el único fin de despertar conciencias. Pero en 1919, cuando los niños de Alemania y de sus aliados fueron víctimas directas de la política económica británica en marcha, Eglantyne decidió que era una obligación moral para el público británico confrontar estas fotografías, por muy perturbadoras que fueran”.
Fue una estrategia que dio buenos resultados. La prensa se hizo eco de sus palabras, lo que volcó la opinión pública en gran parte a su favor. Al ser encontrada culpable, la pena impuesta fue la mínima establecida en la ley: una multa de cinco libras esterlinas. Fue entonces cuando el fiscal del caso sacó un billete de esa denominación y ofreció pagarla él mismo.
La creación del fondo fue un éxito inmediato. A pocas semanas de su creación, ya repartía ayuda en Berlín y Austria. En diciembre de 1919, luego de una audiencia con el papa Benedicto XV, en Roma, éste la apoyó claramente.
Cuando a Eglantyne la criticaban por atender a extranjeros, respondía: “El único idioma internacional es el llanto de un niño”. Según ella, “la nueva caridad tiene que ser científica”, por lo que su organización fue de las primeras en lanzar grandes campañas de concienciación. También entendía: “La beneficencia moderna ha de tener objetivos muy claros e intentar alcanzarlos con la misma inteligencia, cuidado y rigor con el que lo hacen las mejores empresas industriales y comerciales”, por lo que incorporó a su organización a profesionales como abogados, fotógrafos, médicos y periodistas.
Uno de los logros más trascendentes fue la redacción de la Declaración de los Derechos del Niño, en 1923, publicada por primera vez en la revista de la organización The World’s Children, aprobada al siguiente año como instrumento internacional por la Quinta Asamblea General de la Sociedad de las Naciones.
Conocida comúnmente como la Declaración de Ginebra, era un “reconocimiento de que la humanidad le debe al Niño lo mejor que es capaz de dar”, y se adoptó como deber internacional -“por encima de cualquier consideración de raza, nacionalidad o creencia”- asegurar en toda circunstancia que los niños reciban los “medios materiales y espirituales necesarios para su normal desarrollo”, sean protegidos de toda contingencia y cualquier forma de explotación, así como de ser educados conforme a sus talentos.
La declaración sirvió de base, en 1959, para la Declaración de los Derechos del Niño de Naciones Unidas. Se constituyó de tal forma en el legado más universal y perenne que la carismática Eglantyne Jebb ha dejado al mundo jurídico.