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La clase media de un país imposible por ambiguo 

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La impaciencia de las sentencias definitivas impide revisar con ojos críticos la historia. Mucho más, cuando el espíritu de facción obnubila el análisis de los hechos, condenándonos a un mundo de  ambigüedades. Rodeos, equívocos, tergiversaciones, evasivas, pretextos, marchas y contramarchas oscurecen el análisis del discurso político, económico y social.

No falta aquel que, embebido del coraje de los combatientes de retaguardia, propone salidas heroicas a la vez que pontifica sobre las causas de la tragedia argentina, de la que niega tener una cuotaparte de responsabilidad.

El lugar común estará en el centro de sus proposiciones. Dirá las sandeces acostumbradas sobre nuestro origen racial de los argentinos y lamentará que la colonización de nuestras tierras no  fuera británica porque “eso merece el país menos americano del continente y, el país más europeo de América Latina”.

Negará ese pequeño burgués -retratado en profundidad por Alberto Cortés- sus orígenes. Renegará de aquellos que se atreven a definirlo como el “buen colono”. Ese colono capaz de renunciar a su libertad para alegría y satisfacción del amo. 

Tal como es factible observar en los periódicos debates preelectorales, en los que los candidatos abandonan cualquier intento libertador. Sin entender, por cierto, que se encuentran en medio confrontaciones entre bloques imperialistas que disputan la hegemonía global, generando consecuencias que afectan el orden político de la región.

El sociólogo estadounidense John J. Johnson, en su La transformación política de América Latina (Hachette, 1961), sostiene que el fenómeno político latinoamericano de los siglos XIX y XX está representado por el ascenso y declinación de los “sectores medios”, debilitados o derrotados en última instancia por las elites terratenientes, tal como sucede en Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay, que son motivo de su estudio.

Esta situación se replica en el resto de América Latina y causó cierto reflejo revolucionario en los sectores medios, lo que los ha llevado a protagonizar episodios de notable coraje que sirvieron de base y consolidación del movimiento emancipador de las colonias hispanas. “La primera mitad del siglo XIX -escribe Johnson- fue para los sectores medios un periodo de notables realizaciones seguido por la parálisis social y económica y la frustración política”.

¿Hemos contemplado en este brevísimo ensayo el paradigma de la clase media argentina? ¿Podemos colegir que es esencialmente retrógrada y conservadora? De ser cierta esa presunción, ¿será capaz de enfrentarse a un espejo e intentar un proceso de autocrítica?

Seguramente aparecerá la posibilidad de examinar los episodios de la clase media en la sociedad argentina de la primera mitad del siglo XIX: cualquier indagación histórica, por superficial que sea, muestra una pugna entre lo que algunos llaman “burguesía comercial de las ciudades y la clase de latifundistas ganaderos”, hostigadas por estruendosas contradicciones interiores. 

La circunstancia de que los líderes-teóricos del movimiento emancipador -y aun algunos de sus jefes- hayan surgido de la intelectualidad urbana no autoriza a encasillarlos en sectores medios inexistentes ni a suponer que hayan teñido con sus intereses particulares un movimiento de liberación que sólo traducía, en todo caso, la debilidad de las clases progresistas en el conjunto de la sociedad.

Por lo demás, el carácter de un movimiento no está dado únicamente por el origen de clase de sus miembros sino por los intereses concretos que defiende y que se expresan por una ideología. 

Johnson, en efecto, no habla de interpretaciones que definiríamos como de este tiempo. No habla de clases ni de capas sino de sectores medios urbanos, con lo cual queda eliminado el segmento más importante de las clases medias, que son los campesinos y reconoce, también: “Los sectores medios son evidentemente, cualquier cosa menos una capa social homogénea”. Tal heterogeneidad confunde al propio autor, quien en varias oportunidades se refiere a los “sectores medios asalariados” patentizando así el equívoco que denunciamos, esto es, el de colocar bajo un denominador común estratos de población que desempeñan funciones sociales diferentes y a veces contradictorias, cuando no antagónicas.  

Al hablar de la República Argentina como el ambiguo país de las clases medias se está pagando tributo a aquella heterogeneidad y a aquel equívoco, que encierran como punto de partida una vaguedad absoluta en cuanto a las relaciones concretas de los hombres con la producción. ¿Cómo se puede hablar de “sectores medios asalariados”, colocándolos en el mismo plano que las capas clásicamente llamadas por el marxismo como pequeño-burguesas, definidas por no depender del salario y combinar su trabajo personal independiente con la explotación, en escala reducida de la mano de obra ajena?

El citado Johnson -quien fue debatido con intensidad en la década de 60 en todos los círculos progresistas de Occidente- la estima en  35 por ciento de la población, como mínimo, aunque en otros pasajes la hace ascender a 50 por ciento. Esto ya es verdaderamente excesivo, pero sobre tales exageraciones se constituye la teoría política del país imposible por ambiguo.

Si tuviéramos que sintetizar los rasgos salientes de la evolución argentina en las últimas ocho décadas habría que anotar que la característica fundamental no es el ascenso de las clases medias sino la simultaneidad de fenómenos que se describen como crecimientos, concentración del proletariado industrial, crisis económica, conflicto y resistencia, desocupación, padecimientos extremos, rebelión, luchas reivindicatorias y revolución.

La suma de la crisis económica precedente, la pandemia, el crack económico consecuente y la guerra que crece en escenarios no permitirían estimar cuántos millones de personas están fuera del sistema abonando el circuito de la pobreza; el de la pobreza más extrema.

Por lo demás, esas capas medias han acumulado una larga experiencia de organización y lucha contra la injusta distribución de las riquezas, a la vez que indican el nivel de tensiones que genera el capitalismo cuando lanza a la calle a millones de hombres y mujeres que -si son afortunados- comienzan a vivir en los cinturones de pobreza que rodean los núcleos urbanos.

Entre la colocación objetiva de un hombre o de un conjunto de hombres en la sociedad y la valoración subjetiva que ese hombre o conjunto de hombres tiene de sí mismo o de su grupo suele mediar un trecho bastante considerable; no es tampoco simple y rectilíneo el camino que lleva al proletariado desde su situación objetiva de clase en sí hasta su madurez subjetiva de clase para sí. 

Si los fenómenos de falsa conciencia son válidos para la sociedad en su conjunto, se manifiestan con vigor como un remanente de los viejos usos, como una persistencia de los restos de individualismo y de esperanzas de progreso personal que parecen inseparables del origen social de los “proletarios de cuello duro”, en todo caso lo viejo que perdura y no se resigna a morir, endulzado por momentos en su caída con las perspectivas engañosas de la movilidad social que suelen dibujarle los centros de poder.

Esa ruptura franca del tejido social acaba con la esperanza de la independencia de los pueblos y de las naciones. Fácil es entonces imaginar la partición de la sociedad. El núcleo dominante se queja del olor acre de la pobreza y para acabar con ello opta por la represión.Sin embargo en cada luchador social persiste la obstinada ilusión de conquistar un mundo mejor. “La revolución proletaria -leemos en El 18 Brumario de Luis Bonaparte– obtendrá el coro, sin el cual su solo se convierte, en toda nación campesina, en un canto de cisne”.

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