Stephen Robert Koekkoek, o simplemente Koek Koek para nosotros, “ku ku” para los holandeses con sabor de onomatopeya, fue un afiebrado pintor, de indiscutible talento, que en la Córdoba de los años 20 expuso obras y vivió en pensiones.
Su vida fue un desorden y su producción apabullante en cuantía y laudable en calidad. Nacido en Inglaterra, en 1887, cuentan sus biógrafos que llegó a encarnar la séptima generación de una dinastía de pintores de cuna holandesa.
Apenas había superado sus 20 años cuando llegó a Perú; después pasa a Chile, con sueños de explotador minero, y allí conoce al poeta colombiano Claudio de Alas, de estirpe afroamericana y devoto de Rubén Darío. En 1915 está en Mendoza, donde conoce a Nella Azzoni, con quien se casa y tiene un hijo, pero su vida será irreductiblemente individual, trashumante y peregrina.
En 1918 se encuentra en Banfield, reunido otra vez con Claudio de Alas. El autor del Poema Negro se hallaba traduciendo Salomé, de Oscar Wilde, ganado por la angustia y la depresión, razones que lo llevaron al suicidio. Sin embargo, antes de dispararse un pistoletazo decidió dar muerte al viejo perro de Koek Koek, por aquello propio de las antiguas civilizaciones de hacerse acompañar a la muerte. Esto enojó mucho al pintor, que amaba a su perro.
Al año siguiente, el anglo-holandés, que producía sin descanso, presentó en Buenos Aires una muestra de 53 cuadros y vendió la totalidad de las obras. En 1922 viaja a Montevideo, conoce a Pedro Figari, aquel pintor uruguayo de pasión americanista, el de los negros candomberos, el que como educador quiso vincular la industria con el arte y éste le propone organizar una muestra. Koek Koek se encierra en la habitación del hotel y en menos de un mes termina 35 pinturas.
En 1924, sus trabajos, como conjunto expositivo, llegan a Córdoba por primera vez. Es el fruto de las preocupaciones de su amigo Carlos Orero, a quien había conocido en Chile. Orero le organizaría exposiciones en distintos lugares del país y en tierra trasandina. Era la Córdoba de Deodoro Roca y su sótano convertido en subsuelo de la intelectualidad y la bohemia, de la pluma de Saúl Taborda y del ambiente artístico pendiente de las cartas de Vidal, Pedone, Malanca y Valazza, que llegaban desde Europa.
En Chivilcoy, tiene amigos y ellos son quienes le promueven una muestra. A los cuadros de Koek Koek se asoma un joven capitán del Ejército, que adquiere uno, gustándolo con amplia sonrisa. Se llamaba Juan Domingo Perón.
Pero el alcohol y la morfina fueron haciendo estragos en el pintor. La policía lo encuentra en estado calamitoso en Plaza Lavalle y no tarda en ser depositado en el Hospicio de las Mercedes. Allí es donde toma la personalidad de Napoleón Bonaparte y procede con actitudes imperiales nombrando mariscales y reyes. Los beneficiados son internados, enfermeros y algunos médicos. Sin embargo, no deja de pintar aun en medio de la precariedad de elementos. Como soporte de sus obras se apropia de tablas, partes de muebles y hasta utiliza puertas. Muchas de esas insólitas creaciones fueron a parar a los domicilios de sus ministros y mariscales.
El bueno de Orero le arma otra muestra en Córdoba, con Koek Koek todavía en el hospicio. Es 1926, el año en el que Hortal y Godoy trazaban los cimientos del Palacio de Justicia.
Devuelto a la libertad de las calles sigue pintando con impulsos incontenibles. Sus críticos advierten oscuridades goyescas, empastados a lo Van Gogh y hasta luminosidades propias de Sorolla. En una vorágine sin retorno sigue su itinerario de pensiones y hoteluchos, en los límites mismos de la miseria, pagando las cuentas con sus trazas en maderas y cartones.
En 1934 vuelve a Chile. Allí es presidente de la República, por segunda vez, su antiguo amigo, el doctor Arturo Alessandri. El 20 de diciembre lo encuentran muerto en una habitación de hotel. La etiología de la muerte es calificada de dudosa. Alessandri investiga, pero todas las dudas se despejan, Koek Koek había dejado la vida completamente intoxicado por las inescrupulosas consecuencias de la morfina y el alcohol letalmente coaligados.
Hace muy poco tiempo, en una muestra de autorretratos presentada por la Galería de Arte del Colegio de Escribanos de Córdoba, pudo verse el curioso perfil de Koek Koek, deliberadamente aproximado a la facie napoleónica por la mano del artista, con la nariz aguileña, el mechón de cabello ornándole la frente y una banda con los colores franceses cruzándole el pecho. El singular autorretrato está dedicado a Juan José de Soiza Reilly, periodista y escritor, recordado difusor radial del gobierno del general Perón.
Allí estaba Stephen Koekkoek, séptima generación de pintores holandeses, inglés de nacimiento, con su autorretrato sumado a los de una veintena de artistas que habitaron y habitan la ciudad, por los méritos del arte de verse a sí mismo como Napoleón Bonaparte, haber habitado un cuarto de hotel en una época romántica donde aún sonaban los fragores de la Reforma Universitaria y, tal vez, por ser el protagonista de un retorno sin conciencia, cuando enajenado, pero siempre pintor, sus cuadros volvieron a ser colgados, esta vez sin permiso de autor, en la Córdoba de las campanas y de las ilusiones sin fin. Lo merecía.
* Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.