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Juan XXIII, promotor del diálogo entre católicos y marxistas

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 Por Silverio E. Escudero

Transitamos una época de ideas famélicas. Quizá –para exculparnos- porque el soporte elegido para expresarlas permite usar 280 caracteres. Travesura tecnológica que oculta lo ramplón del discurso político y filosófico de quienes tienen –antes y ahora- responsabilidades de conducir los destinos de la Nación.
Ésa es la razón por la que, esta vez, pretendemos sacudir añejos cortinados para que, una vez que desaparezca la nube de polvo, queden al descubierto huellas de otro tiempo. Un tiempo en el que existía la posibilidad de disentir; en el que la razón -y no el insulto soez y artero- forjaba las respuestas. Réplica con la que ese encuentro de hombres y mujeres dialogantes construían –pese a las guerras y las tensiones geopolíticas- nuevos cimientos para alzar un edificio que albergaría al Hombre Nuevo que soñaba el Che Guevara y anuncian, dicen los cristianos, los Evangelios.
La Segunda Guerra Mundial es decisiva para el desarrollo de la relación entre los cristianos y marxistas. Es el marco en el que lucharon juntos –uniendo esfuerzos- contra el nazismo y/o para soportar las calamidades de los campos de concentración. Realidad que, unida a la vida compartida en la resistencia, les hace descubrir -a los unos y a los otros- sus verdaderos rostros, su verdadero compromiso, que tiene mucho en común.
Dejaban atrás cartabones ideológicos. Imágenes que mostraban una iglesia anquilosada y cómplice con la peor ralea europea. A pesar de lo refractario de esos sectores, llegó un tiempo de cambios. La complicidad vaticana con el nazismo dejó paso a un catolicismo renovado que, de la mano del papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, estaba dispuesto a revolucionar no sólo la vida consagrada sino a ofrecer a sus fieles nuevos horizontes.

Será el Papa, en medio de una locura generalizada -similar a la que parece reinar por estas horas- el primero en tender la mano. Revaloriza el valor del diálogo cuando las ojivas nucleares amenazaban con un estallido global. Propuesta que sorprende a tirios y troyanos. Washington y Moscú aceptan las nuevas reglas que dicta el Papa. No era un gesto extraño en la vida de Angelo Roncalli. Lo había hecho una y mil veces con enorme autoridad. Desde los tiempos que fue visitador apostólico en Bulgaria (1925 y 1931), delegado apostólico en Turquía y Grecia, (donde permanece desde 1934 por casi diez años); nuncio apostólico en Francia (1944) y patriarca de Venecia (1953).
La encíclica Pacem in Terris es una auténtica ofrenda a la humanidad. Es, quizá, el texto papal –junto a Mater et Magistra- más profundo del siglo XX. Centra su atención en dos temas esenciales: la no beligerancia y la construcción de la paz en un mundo dividido en dos bloques y con guerras permanentes coloniales e imperialistas en África, Vietnam, América Latina, Europa y el Oriente Próximo. El mensaje es contundente: “La paz, permanece siempre sólo un sonido de palabras, si no está fundada en aquel orden que el presente documento ha trazado con confiada esperanza, fundado en la verdad, construido con justicia, animado e integrado por la caridad y llevado a cabo en la libertad”.
La palabra del papa Juan es el marco que todos aguardaban para sincerar lo que venían construyendo en silencio los Don Camilo y los Peppone: el encuentro amical entre católicos y marxistas. Así sorprende observar cómo – a un lado y al otro del muro de Berlín- marxistas y creyentes construyen juntos una nueva sociedad. En Italia, el diálogo va adquiriendo “ciudadanía irreversible”. Ello ocurre también en otros países: Francia, Austria y España, donde asume carácter de masas.

Mario Gozzini –el reconocido escritor, político y periodista italiano- uno de los más férreos defensores del diálogo entre los católicos y el Partido Comunista Italiano (PCI) explica el comienzo de todo: “Creímos que la distinción introducida por Juan XXIII – con la publicación de la Pacem in terris- entre ‘doctrinas filosóficas erróneas’ y ‘movimientos históricos’ derivados de las primeras, dándonos una esclarecedora clave espiritual, creaba para nosotros una precisa obligación moral en el sentido de verificar en profundidad ciertas aperturas de los comunistas italianos a la conciencia religiosa. En ocasión de numerosos debates sobre el
Concilio, debidos en diversas partes de Italia a la iniciativa de círculos comunistas, pude comprobar personalmente que el interés por lo que estaba ocurriendo en la Iglesia era extremadamente vivo entre ellos y que en una conversación franca y firme siempre encontrábamos de su parte una receptividad imprevista.
La ‘muerte ecuménica’ de Juan XXIII, que también provocó una irresistible oleada de emoción humana entre los comunistas (y era deber de cristianos advertir su sinceridad fundamental); la decidida fidelidad de Paulo VI, el tema del diálogo con todos los hombres, que culmina ahora en la Ecclesiam Suam; el mismo mensaje del episcopado italiano de noviembre de 1963, con su nuevo tono y con la exhortación a renovar los métodos apostólicos; la publicación del informe de (Piotr) Ilichov en la Unión Soviética, con las contradicciones que provocaba; la acentuación, fatigosa pero progresiva, de la necesidad de considerar de modo ‘distinto´ el hecho religioso entre los comunistas italianos, hasta llegar al memorial de Yalta, convertido en programa de todo el partido y consagrado por la muerte de su autor; todos estos hechos nos han venido confirmando en la convicción de que debíamos obrar en el sentido de un intento de diálogo, a nivel cultural y no político, tendiente a desarrollar el recíproco conocimiento en forma no solamente polémica”.

Desde la acera de enfrente, desde las filas del PCI, el matemático y pedagogo Lucio Lombardo Radice (LLR), asumió como propia la responsabilidad de construir puentes para fomentar el encuentro entre cristianos y marxistas. Esta breve aproximación debe servir para acicatear el diálogo abortado en favor de miradas torvas propias de haber optado por la obediencia hacia caudillos personalistas. Cabecillas de bandas de salteadores que obturan el desarrollo de las ideas por temor a verse desnudos frente al espejo al no comprender por qué avenidas deambula el pensamiento libre.
“El pensamiento marxista sobre las religiones tiene su formulación primera, mas general y más penetrante, en los apuntes escritos por Carlos Marx, refugiado en Bruselas, en la primavera de 1845. Esos apuntes son conocidos con el nombre de Tesis sobre Feuerbach. (…) Los dirigentes de la Iglesia Católica –manifiesta LLR en la conferencia que pronunció en Florencia el 9 de mayo de 1964-, particularmente el difunto papa Juan XXIII, se vieron obligados a mirar de manera más realista la situación que se ha venido creando en el mundo, a defender la paz, a pasar de los ataques dirigidos contra el comunismo a la táctica de superarlo con el método de la convicción.

Es sabido que la parte más reaccionaria del clero católico, como está demostrado por la segunda sesión del Concilio Ecuménico que se ha cerrado recientemente, se caracteriza, lo mismo que en el pasado, por sus abiertos ataques contra el materialismo ateo y el comunismo. El hecho de que en Occidente hayan aparecido grupos militantes de la Iglesia que defienden lo que llaman cristianismo comunista, revela los progresos de la fuerza e influencia de las ideas comunistas en el mundo contemporáneo. Los intentos de utilizar la popularidad de las ideas comunistas para provecho de los intereses de la religión no solamente obra de militantes cristianos, sino también musulmanes, budistas y otros”.
Europa vive una época extraordinaria. El mundo y América Latina se ven reflejados en ese diálogo. Los curas latinoamericanos, impulsan, casi en la clandestinidad, sus diálogos con los comunistas. La grita condenatoria de una burguesía es atronadora. Prefieren el silencio de los cementerios a la siempre bulliciosa construcción democrática.

 

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