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Israel-palestina: razones más allá de las emociones

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Los juicios éticos son inevitables. En el caso de las muertes en la Franja de Gaza, cualquier postura humanista queda horrorizada ante el espectáculo de tanto sufrimiento.

Por Federico Vázquez – Agencia Telam

Pero si nos quedamos en esa condena moral difícilmente pueda tener respuesta lo que debería ser la pregunta más lógica de todas: ¿por qué existe aún este conflicto? Para eso hay que hablar de política, intereses y opciones reales. Hagamos el intento.

Empecemos por una información “neutra”: hasta el momento de escribirse estas líneas, se cuentan 1.062 palestinos y 45 israelíes muertos. La desproporción aumenta aún más al saber que, de los primeros, la inmensa mayoría es civil, mientras que en el caso de los segundos, 43 son soldados del ejército. Sólo tres muertes ocurrieron en Israel.

Esta desigualdad de víctimas en el conflicto tiene una traducción en el desbalance militar y económico. Mientras Israel posee cientos de ojivas nucleares -no reconoce pero tampoco desmiente tener la bomba atómica- y uno de los ejércitos mejores armados del mundo, Hamas, el grupo palestino más radical, apenas logra tirar cohetes que en su mayoría son interceptados por los escudos antimisiles.

Las diferencias económicas siguen el mismo patrón: mientras que Israel es el principal exportador de gemas de diamantes del mundo, el cuarto en armamento militar sofisticado y un importante productor de informática, los territorios palestinos sólo cuentan con un mercado interno empobrecido que sobrevive a expensas de la ayuda internacional.

Palestina e Israel son mundos distintos, pero pegados uno al otro. Esa desigualdad afina la pregunta inicial: ¿por qué, con semejante desproporción de fuerzas entre ambos bandos, la guerra continúa? En general, cuando un conflicto se prolonga es porque los que se enfrentan tienen algún tipo de paridad que impide un desenlace. Un ejemplo es el conflicto colombiano. Recién hoy, con la guerrilla muy debilitada, el camino de las negociaciones hacia la paz parece realista.

Sin embargo, en el caso de Palestina e Israel, esa desproporción, cada vez más acentuada, parece conducir a un lugar completamente distinto. Dicho de manera descarnada: para Israel, los “costos” de la paz, al menos en el cálculo de su dirigencia, parecen mayores que sostener la situación actual.

No se trata de ningún espíritu sanguinario de la sociedad israelí, ni siquiera debe buscarse la “culpa” en una supuesta tendencia belicista en la derecha política que hoy domina ese Estado. Por el contrario, la perpetuación del estado de guerra parece ser un cálculo racional.

Ese cálculo parte de aquella misma desigualdad: si Israel finalmente reconociera un Estado palestino, a los pocos meses estaría probablemente enfrascado en arduas negociaciones de todo tipo: territoriales, económicas, migratorias, etcétera. Todas esas demandas palestinas no estarían ya en la boca de fusiles y cohetes extremistas sino llevadas a cabo en escenarios internacionales, organismos regionales y otros gobiernos con los cuales los palestinos podrían tejer vínculos de manera legal y abierta, y no como ahora lo deben hacer las organizaciones como Hamas y Al Fatah.

Palestina tendría, a los ojos del mundo, aliados y no cómplices. Estados con los que incluso podría comerciar armas y por lo tanto balancear en algo la desproporción de fuerzas militares que hoy existe en el conflicto.

Por otra parte, el gran aliado israelí, Estados Unidos, tendría pocos motivos para no tener relaciones diplomáticas con el hipotético Estado palestino y, consecuentemente, debería matizar en algún aspecto la alianza que hoy lo une a Israel. Que esto es una posibilidad cierta lo muestra que aún el gran cuco del “eje del mal”, Irán, logró en los últimos tiempos algunos acuerdos con EEUU, en virtud del descontrol en que se sumió Irak. Es decir, los enemigos de hoy, pueden no serlo del todo mañana.

Poco y nada de ese escenario parece conveniente, al menos a priori, para los intereses puros y duros del Estado de Israel.

Ahora bien, se podrá argumentar que lo de Israel, antes que un mero enfrentamiento por límites con un vecino, es más parecido a las situaciones de colonialismo que durante el siglo XX tuvieron países como Francia e Inglaterra en territorios de África. Allí tampoco había bajas considerables en el bando colonizador y, sin embargo, al cabo de un tiempo, cuando los movimientos de liberación nacional se hicieron fuertes, las metrópolis abandonaron la lucha y se retiraron.

La diferencia es elemental: Israel no puede hacer las valijas y retirarse porque la situación de colonización ocurre en el espacio lindante a su territorio, por no decir en lo que muchos israelíes consideran su propio territorio.

Finalmente -y lo que demuestra que Israel, con lógica en sus intereses inmediatos más concretos, no busca el fin del conflicto- es la elección del “otro” en Gaza y Hamas y no en Cisjordania y la Autoridad Palestina. Puede aceptarse que es casi imposible negociar con un grupo como Hamas que sigue sin reconocer el derecho de Israel a existir y gobierna un territorio con casi dos millones de personas acorraladas. Pero nada impediría, si Israel tuviera incentivos concretos (no éticos) para buscar la paz, fortalecer a la Autoridad Palestina que gobierna desde hace años pacíficamente Cisjordania, territorio 15 veces más grande que Gaza y tiene una población mayor, lugar donde el fundamentalismo religioso es, además, marginal.

Sin embargo, Israel eligió construir en esa zona un muro de cemento y alambre de 700 km que cercó, literalmente, a los habitantes de Cisjordania en su propio territorio. Esta política, a lo que se suman los ataques mortales en Gaza de estas semanas, aumentan las simpatías palestinas hacia Hamas y, por contrario, debilitan al sector moderado de la Autoridad Palestina y Al Fatah.

Frente a todo esto se pueden hacer condenas morales y proclamas humanistas, pero para buscar indicios reales de paz habrá que esperar que alguna de estas ecuaciones cambie. Que, sencillamente, la paz sea una mejor opción que la guerra.

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