El 25 de enero de 1959 fue un día extraordinario para la iglesia romana. Ese día, que coincide con la fiesta de la Conversión de San Pablo, en un consistorio que tuvo con los cardenales luego de la celebración en la basílica de San Pablo Extramuros, el más sabio y humano de sus pastores sorprendió a su auditorio, al decir: “Pronuncio ante ustedes, temblando un poco de conmoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución de propósito, el nombre y la propuesta de la doble celebración de un sínodo diocesano para la Urbe y de un concilio ecuménico para la iglesia universal.”
¿Qué pretendía Juan XXIII -Angelo Giuseppe Roncalli- que había sido entronizado el 4 de noviembre de 1958 como un “Papa de transición”, con esa convocatoria que no estaba en los planes de nadie y que los sectores conservadores denostarán siempre “por ser apresurada y realizada en un tiempo no propicio”? ¿Estaba la jerarquía dispuesta al restablecimiento del diálogo con el mundo moderno tras siglos de enclaustramiento?
La respuesta primera hay que buscarla en la reacción de los curas de pueblo que, con mucha ilusión, esperaban ser contenidos por la Iglesia Imperial. Iglesia que daba la espalda a sus fieles y hablaba un idioma extraño, no comprensible. Reclamo que ya habían formulado durante el reinado de Pío XII, que había cristalizado aún más la situación teológica y pastoral de la iglesia Católica preconciliar.
El Concilio Vaticano II implica el cese definitivo de la Contrarreforma representada por León X, Pablo III, Julio III, Pablo IV, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Francisco de Sales y Francisco Javier, entre otros.
Posición que envolvió una dura polémica con el mundo científico, ya que fue un dique al desarrollo del pensamiento, al cuestionar las leyes de la física y de las matemáticas y limitar el desarrollo de la astronomía, la medicina y las ciencias sociales. Se impuso, en cambio, la idea de un Dios temible que impulsa el castigo draconiano hacia aquel que se atrevió retratar una realidad diferente del universo, regido por leyes diferentes de los cánones religiosos, como le sucedió a Galileo Galilei, quien dio con sus huesos ante el Tribunal del Santo Oficio -sentencia que tardó 376 años en ser revisada-.
El Vaticano II fue verdaderamente revolucionario. Pedro Pablo Zamora Andrade, en su tesis doctoral titulada Vaticano II, cambio de modelo teológico, anota los alcances de esa revolución: “Tanto en su actitud ante un mundo moderno pluricultural, como en su dinámica interna (por primera vez acogió a obispos del denominado “Tercer Mundo”, a veedores de otras confesiones cristianas, a laicos/as), en sus documentos y en el proceso metodológico seguido en la elaboración de algunos textos. La Constitución pastoral Gaudium et spes, por ejemplo.
Ha propiciado el surgimiento de un nuevo modelo teológico que nos obliga a revisar a fondo el estatuto epistemológico de la Teología, lo mismo que la identidad de los/as teólogos/as, su función o funciones ad intra y ad extra de la Iglesia católica y su relación con el Magisterio eclesiástico”.
El Concilio convocado por Juan XXIII, más allá de cualquier consideración teológica, significó un verdadero terremoto político. Procuró lavar la imagen de la Iglesia luego de la Segunda Guerra Mundial, en la que cumplió un rol oscuro en esa verdadera tragedia que ensangrentó Europa. Intento vano por menguar la intensidad de sus relaciones con el nazismo, a contrapelo de la tarea emprendida por muchos curas y frailes en los campos de concentración y de trabajos forzados. Temas no saldados por historiadores especializados ni por las organizaciones religiosas y humanitarias comprometidas en la conflagración mundial.
Había desaparecido la “sociedad perfecta” como la Iglesia se percibía a sí misma. Una institución que, frente a la imperfección del Estado y la sociedad civil, se atribuía la plenitud de poder, que eventualmente delegaba en otras instituciones.
La Iglesia había perdido influencia en el mundo moderno y lo que intentaba era reconstruir el mundo occidental como sociedad cristiana tras la resignación de los Estados Pontificios en favor de la unidad italiana, con la firma de los “Pactos Lateranenses” en febrero de 1929, lo que significó un golpe a la idea de cristiandad clásica e implicó una modificación de ese proyecto: el cristiano debía conquistar la vida cultural y política en cada nación sin el apoyo vaticano.
Esta pérdida de poder político, anota Gustavo Morello, hizo que la jerarquía tomara conciencia, hacia los años 30 del siglo XX, de la necesidad de reconquistar la “cosa pública” para la Iglesia. La ausencia de Estados Pontificios hacía necesaria la búsqueda de otros caminos para influir desde la perspectiva católica en la vida civil de las sociedades. La Iglesia debía convertirse en una fuerza viva dentro de cada sociedad. Junto con la reforma jurídica que en 1917 había eliminado la tortura y la pena de muerte al hereje, la firma de los Pactos contribuyó a afianzar su perfil de fuerza espiritual.
Lo paradójico de esta situación fue que al dejar de ser una potencia europea, ganó neutralidad y fortaleció su imagen de mediadora, que dilapidó en su alianza con el eje Berlín-Roma.