Por Silverio E. Escudero
¿Por qué los latinoamericanos somos tan propensos al engaño? ¿Tan grande es nuestra vocación de siervos que aceptamos sin protesta que los gobernantes –salvo un puñado de excepciones- violen propias promesas y juramentos?
Las noticias de la semana tienen un tema en común: el furor. La furia del fuego de partidarios y opositores que incendia una vez más el mundo. No dejan espacio para el debate franco, por la incapacidad de entender la complejidad que exige la comprensión de la historia, en la cual, para aproximarse a la verdad posible se necesita de, al menos, dos opiniones diferentes, controversiales.
Cada facción pretende exterminar al otro en su relato. Un relato que tiene mucho de ficción pero es tan ramplón y grosero que no se lo puede siquiera catalogar entre las obras de literatura fantástica en las que brillan los por siempre inmortales Charles Perrault, Hans Christian Andersen, Charles Dickens, Oscar Wilde o nuestro Horacio Quiroga.
América Latina es una feraz cantera de historias fabuladas. Sus gobiernos han contratado a verdaderas legiones de fariseos para disfrazar la realidad. Para tratar de hacer pasar lo falso por verdadero, gato por liebre.
Montando organizaciones cuasi mafiosas bajo la advocación de Joseph Goebbels, ministro del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda; inspirador del Decreto del Presidente para la Protección del pueblo y del Estado que, basado en el artículo 48 de la Constitución de Weimar, autorizaba al presidente del Reich a dictar “decretos de emergencia” invadiendo la función legislativa del Parlamento. Decreto que suspendió “hasta nuevo aviso” el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad individual de la persona, la libertad de asociación, la libertad de reunión y el secreto de las comunicaciones, mientras a la vez permitía a las autoridades practicar arbitrariamente registros de domicilios o de oficinas, confiscar bienes privados y ejecutar otras restricciones a la propiedad.
Los artículos 2 y 3 otorgaban al gobierno del Reich todas las facultades propias de los Länder –provincias o estados- de Alemania, establecidos por la Constitución de Weimar en cuanto a la “custodia de la seguridad pública”, vulnerando las autonomías locales previstas por la Constitución.
Los artículos 4 y 5 fijaban penas severas para los actos contrarios a la seguridad pública. Desde multas por 15.000 Reichsmark hasta penas de cárcel mayores que las fijadas hasta entonces por el Código Penal (el cual quedó como una curiosidad jurídica), incluyendo la pena de muerte para quienes causaran daños a bienes públicos o “opusieran resistencia a autoridades del Reich”.
El artículo 6 fijaba finalmente que el decreto entraba en vigencia en todo el país con efecto retroactivo.
Estas medidas permitieron intensificar la persecución a los opositores, quienes -además de ser ridiculizados y violados frente a familiares, vecinos, compañeros de trabajo o alumnos- terminaron arrestados, torturados y enviados a campos de concentración. Mientras que, desde los medios de comunicación regimentados, dieron inicio a una “campaña de alerta” contra los “enemigos del Estado”, tratando de convencer al ciudadano alemán de que, a menos que votasen a los nazis, el país entraría en una guerra civil.
Ese fantasma era agitado por un moderado Adolf Hitler, que sorprendió a propios y extraños. Tanto que le hizo decir a un azorado Theodor Heuss –quien fue, tras la Segunda Guerra Mundial, el primer presidente de la República Federal Alemana-: “Vocifera mucho menos. Ha dejado de vomitar fuego contra los judíos y en estos días es capaz de pronunciar un discurso de cuatro horas sin mencionar la palabra judío”.
La necesidad de síntesis requiere un salto en el relato. En marzo de 1933, el Parlamento Alemán, reunido en la Ópera Kroll –fundada en 1844-, aprobó la ley para aliviar las penurias del pueblo y del Reich. Allí Hitler prometió usar sus poderes sólo en casos esenciales y se comprometió a la búsqueda de la paz con Occidente y la Unión Soviética. Sin embargo, al finalizar su exposición, dejó claro que, si no obtenía estos poderes legalmente del Parlamento, su gobierno los obtendría con otros métodos más violentos.
Sólo los socialdemócratas se atrevieron a resistir y votaron en contra.
El Zentrum cedió luego de que Hitler le prometió que toda ley suya podría ser vetada por el presidente Paul von Hindenburg. De esta manera, 441 diputados aprobaron la ley contra 94 diputados socialdemócratas.
Con esta ley, Hitler (por un período de cuatro años) tomaba todos los poderes del Poder Legislativo y ganaba la capacidad de decretar leyes que “podían desviarse de la Constitución”. No obstante, no buscando ganarse la enemistad de Hindenburg, la ley conservaba los poderes del presidente intactos. De esta manera, el Reichstag alemán sucumbía voluntariamente ante el Canciller, adquiriendo un estado de impotencia total que mantendría hasta la posguerra.
Frente a ese horizonte que suele asomarse como tenebroso, vale preguntarse: ¿por qué los latinoamericanos somos tan propensos al engaño?
¿Tan grande es nuestra vocación de siervos que aceptamos sin protesta que los gobernantes –salvo un puñado de excepciones- violen propias promesas y juramentos?
¿No atentamos en contra de la fortaleza institucional del Estado, que debe ser permanente, al pretender violar acuerdos fundacionales y erigir pequeños reyezuelos que presumen ser eternos e inmortales?
Nuestro transito por la historia ha sido en vano. América Latina no ha logrado sacudirse la herencia feudal de la conquista.
Sólo la reemplazó por el gamonalismo que, en su rudimentaria formación, ganó posiciones políticas relevantes para desvirtuar el honor que significa ser parte la administración del Estado. Para lo cual invalida –al decir de ese peruano universal que fue José Carlos Mariátegui, “inevitablemente toda ley u ordenanza (…) El hacendado, el latifundista, es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los gamonales. El funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la misma eficacia.”
¿Cuánta es la herencia feudal y la de los gamonales que corre en la sangre del progresismo latinoamericano?
No es una pregunta de rutina ni busca una respuesta de circunstancia. Es tratar de comprender con objetividad sus hábitos y costumbres políticos; su propensión a construir un discurso único, hegemónico que llegó a perseguir hasta quienes, desde la misma vereda, objetaban sus excesos y equivocaciones. Tanto que llegaron a traicionar el Manifiesto del Moncada – redactado por Raúl Gómez García, bajo la orientación de Fidel Castro, el 23 de julio de 1953- y que, dicen, en sus discursos, reivindicar.
Más allá de las traiciones y defecciones ideológicas que de por sí resultarían inexplicables, quedan en el arcón cientos de preguntas que esperan respuestas.
Sin embargo, menciono apenas dos: ¿La alianza de los gobiernos progresistas de América Latina con la Patria Financiera sirvió para garantizar el bienestar del pueblo o sólo facilitó el enriquecimiento de pocos?
¿Por qué no iniciaron, en su tiempo, un proceso de reformas sociales y centraron todos sus esfuerzos en consolidar sus acuerdos con la “clase dominante” y en satisfacer las necesidades sociales, incrementando el poder de compras para garantizar reelecciones indefinidas?
Sería conveniente su participación activa en el debate político que viene.
Hay, sin embargo, un condición de previo complimiento: abandonar el mundo de las consignas. Se espera de ellos aportes, propuestas.
Las mismas que reclaman los viejos manuales que pueblan las bibliotecas y que recomiendan para llevar adelante un proceso revolucionario implica transformar indignaciones sociales en movimientos políticos.
El escritor y diplomático panameño Nisl Castro lo resume: “Esto exige promover la formación de nuevos contingentes de cuadros, promover y movilizar mayores organizaciones populares e incrementar presión social consciente y organizada. Reconocerlo conlleva admitir que todavía una importante cantidad de pueblo pobre no responde al llamado de las izquierdas.”