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Hablemos de Feminismo

Por Alicia Migliore*
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 Por Alicia Migliore (*)
Especial para Comercio y Justicia

Quiero proponer que hablemos de feminismo. Para avanzar necesitaremos respetar algunas condiciones. Sería una buena opción recuperar la ingenuidad y capacidad de asombro sin contaminaciones, como las teníamos en la infancia; y un condimento indispensable: la pausada sabiduría que el transcurso de la vida imprime a nuestra emoción.
¿Por qué se nos antojan estos requisitos de extremos de la vida? Porque la experiencia inmediata nos indica que no logramos superar la incomodidad inicial, ni el prejuicio, ni el rechazo injustificado.
Acostumbramos iniciar una charla- debate o conferencia interrogando a la audiencia si alguien pertenece o se reconoce feminista. De inmediato se escuchan los más variados e inesperados sonidos: toses y carrasperas, suspiros, interjecciones, movimientos en los asientos, denotando una incomodidad generalizada.

Naturalmente si, a renglón seguido, pedimos que levanten sus manos aquellos hombres y mujeres que se reconozcan feministas, se escuchan murmullos, se giran las cabezas controlando las reacciones y procurando evitar que aquellos valientes, desenfadados y conscientes feministas se identifiquen como tales. Y a pesar de tanta censura y mala prensa… ¡cada vez es más numeroso el grupo que se atreve a serlo y a manifestarse!
Vamos entonces con ellos a conversar con aquellos que resisten la postura, sin saber que la comparten.
Sería un buen experimento invitar a todos a una salita de educación inicial, o “jardín de infantes” como se llamaba antes, donde debe elegirse un nombre y su maestra propone a los niños que voten, para estimular la participación.
¿Alguien puede imaginar que excluya a las niñas y sólo puedan participar los varoncitos? Y, profundizando el ejemplo, ¿alguien imagina que las niñas acepten esta posición pacíficamente?
En esa infancia tan espontánea y cuestionadora, los varones, jugando a la par de las niñas, compartiéndolo todo, ¿seguirían adelante sin ellas?
En esa etapa mágica de la vida, ninguno de ellos recorrió sus días enfrentando diferencias significativas. Desconocen que hayan existido circunstancias con exclusiones de mujeres en distintos campos de la vida social. En su proceso vital los guían valores de afecto, respeto y solidaridad, sin contaminación con las competencias derivadas de la lucha por la subsistencia; los avatares de la madurez y el poder les son extraños. Es una convivencia idílica, donde sus necesidades básicas están cubiertas y compartir juegos, aprendizajes y destrezas los hace felices.

No es casualidad ni ignorancia lo que los motiva, es que son fruto de una sociedad que va mutando, que modifica su cultura. La que ancestralmente adjudicó todo el poder a los varones, que tenían mayor fuerza física y por ende mayor capacidad para sobrevivir y liderar. La cultura que entronizó al hombre protector, proveedor y procreador fue evolucionando, admitiendo que aquella capacidad superior de la fuerza física en la actualidad no es suficiente para subordinar como “protector”; hoy se requiere creatividad, inteligencia, conocimientos, innovación, cualidades que no distinguen sexos. No hablamos ya de protección unidireccional, sino de complementación entre iguales.
Respecto de la característica de “proveedor”, deriva de aquel cazador que volvía de selvas o bosques con el alimento, que luego mutó en la siembra, que sí hacían las mujeres cuando lograron establecerse y dejar de ser nómades.
Después de las conflagraciones mundiales que consumió años de vida masculinos, las mujeres ocuparon los puestos de trabajo fuera del hogar y lograron volver con el producto que alimentaría a la prole, aunque ya no se tratara de un botín de caza, sino de un salario.
La fuerza laboral de ambos se transformó en un modo de construcción familiar que permitía mayor movilidad social. Y aquello de “procreador”, alude a ese hombre que seguía sus pulsiones, en una tribu que le permitía cohabitar con distintas mujeres para garantizar la continuidad de la especie, multiplicándose en hijos con los que lo unía sólo un vínculo inicial, el dueño de la sexualidad, amo de las mujeres subordinadas a su deseo.
Claro que resulta extremo este relato. Es la descripción del origen de los tiempos de la humanidad. La que fue mutando paulatina y progresivamente, con mucha mayor lentitud de la que deseábamos las mujeres.
Fue necesario que distintas voces fueran formulando reclamos a través del tiempo en los lugares más diversos del mundo.
Es imposible saber cuándo empezó el feminismo o quiénes fueron sus primeros intérpretes. Hay muchas voces silenciadas que permanecen ocultas en la historia.
Se dice que la primera en utilizar el término feminismo con una connotación dirigida los movimientos que buscaban justicia social y política para las mujeres fue una sufragista francesa, Hubertine Auclert, en 1880.

Se habrá inspirado acaso en aquella connacional guillotinada por afirmar que la mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos en 1791? Es posible que Olympe de Gouges y su destino trágico fuera una fuente de iluminación.
O habrá abrevado en la joven inglesa Mary Wollstonecraf que escribió en 1790 “Vindicación de los derechos del hombre” y en 1792 “Vindicación de los derechos de la mujer” y causó enorme estrépito social. Tan grande fue su atrevimiento que expresó dirigiéndose a sus congéneres, las mujeres: No les deseo que tengan poder sobre los hombres, sino que lo tengan sobre sí mismas.
Contemporánea de la francesa es la norteamericana Susan Anthony que sintetiza su posición filosófica con una frase sencilla: Los hombres, sus derechos y nada más. Las mujeres, sus derechos y nada menos.
Casi al mismo tiempo transitaba nuestra tierra americana la maestra por antonomasia Juana Manso, que se empeñaba en educar, educar, educar, a varones y mujeres por igual, y juntos, en enseñanza mixta. Decidida a probar que la inteligencia de la mujer, lejos de ser un absurdo o un defecto, un crimen o un desatino, es su mejor adorno, es la verdadera fuente de su virtud y de la felicidad.
Esta es la razón por que solicitábamos la pausada sabiduría de quienes han recorrido la mayor parte de la vida. Sabemos que ninguna persona admite que alguien esté excluído, que todos merecen igual remuneración por las tareas que desarrollan, que todos nacemos con iguales derechos, que resulta indispensable la educación. A esa altura del recorrido, las mujeres han demostrado las capacidades que ellas mismas desconocían tener y que debieron desarrollar frente a los desafíos que se les impusieron.
La Real Academia Española recogió el término en 1914 definiendo el feminismo como el movimiento social que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que tradicionalmente han estado reservados para los hombres.
Será en 1992 que adecuará el concepto de feminismo como el principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.

Aunque resulte increíble, fue recién en 1948 que la comunidad internacional formula la Declaración de los Derechos Humanos y establece que Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos.
Así entendemos el feminismo, como igualdad real, para desterrar la realidad que sintetizaba la premio Nobel keniana Wangari Maathai diciendo que cuando más arriba llegas, menos mujeres hay.

Muchos hombres y mujeres rechazan el término “feminista”, pero eso no quiere decir que no lo sean.
Para construir una sociedad que crezca en armonía “debemos soñar con un plan para un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos. Y esta es la forma de empezar: tenemos que criar a nuestras hijas de otra manera. Y también a nuestros hijos. Tenemos que mejorar las cosas entre todos, hombres y mujeres”. Estas expresiones corresponden a Chimamanda Ngozi Adiche en su libro Todos deberíamos ser feministas. (2012 Penguin Random House Grupo Editorial).
Estamos en camino. Avanzando.

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