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Funcionarios públicos: una nomenklatura impune

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El fracaso declamado y declarado en enfrentar la corrupción estatal por la justicia no tiene nombres de fiscales o jueces, porque ellos pueden ser buenos, malos, idóneos, eruditos o ignorantes, pero no legislan

Por Alejandro Zeverin (*)

El funcionario es quien desempeña profesionalmente un empleo público. Son los burócratas que conforman el conjunto de servidores que intervienen en la administración pública o de gobierno, accediendo a esa condición por elección, nombramiento, selección, por empleo y, en muchos casos, sólo por amistad con quien gobierna.
En alusión a la modernidad, la idea de servicio público fue lanzada en su respaldo por Max Weber. En Argentina, el sector público emplea, en promedio, a 20% aproximadamente de los trabajadores, según el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec). La proporción alcanza 22% de los trabajadores en países más desarrollados, como Francia, por lo que es dable aclarar que los funcionarios son indispensables para que un Estado funcione.
En el pasado bloque comunista, en la Rusia de antaño bajo la “cortina de hierro” -definida por Occidente-, la función pública de rangos superiores era conocida como la “nomenklatura”. Una elite de funcionarios de la extinta Unión Soviética, que tenía las más importantes responsabilidades.
Eran encargados de la dirección de la burocracia estatal y de ocupar posiciones administrativas claves en el gobierno, en la producción industrial y agrícola, en el sistema educativo, en el ambiente cultural, etcétera, obteniendo usualmente no muy santos privilegios soterrados (bajo la superficie para ocultarlo), derivados de la ejecución de sus funciones.
En idioma ruso, el término «nomenklatura»  deriva del latín nomenclatura, que significa estrictamente «lista de nombres». Esto se tradujo, en la práctica, en la lista de los amigos o de los partidarios leales. Entonces, lo originario mutó de servidores públicos con responsabilidad hacia las personas  a corruptos en el ejercicio de la función pública, descalificando el puesto que ocupaban.
En Argentina hubo y hay un conglomerado de funcionarios públicos de alto rango que han hecho de la función un feudo y de él una casta, que en definitiva se ha decidido sobre: inversiones, deuda, cuestión social, educación, seguridad, defensa y hasta de las cuestiones de justicia que le deberían ser ajenas, constituyéndose en los hacedores de proyectos con repercusión nacional, que no necesariamente son proyectos o políticas nacionales de Estado necesarias.

No resulta entonces temerario calificar a estas personas con tanto poder como las pertenecientes a un cierto “funcionariato”.
Las legislaciones procesales han establecido diversos tipos de querellantes en los procesos, según las facultades que les han sido dadas, porque la función acusatoria se fue diluyendo con el tiempo de lo privado a lo público, bajo el principio de que el ofendido reivindicara con el procedimiento su afectación tanto a su persona o sus bienes. Luego, paulatinamente, esta labor fue erigiéndose en una función pública hasta llegar a ser, en algunos sistemas -como el nuestro-, totalmente monopolizada por el Estado cuando de la cosa pública se trata.
Del repaso advertimos institutos procesales tales como acusador popular, acusador profesional, querellante adhesivo, querellante autónomo y querellante conjunto. Este último de particular interés porque actúa en el proceso penal como parte acusadora a la par del Ministerio Público, pudiendo serlo en forma adhesiva o autónoma según sea la estructura procesal que el legislador adopte.
Aquí, el particular ofendido está facultado para continuar la acción pública mediante el procedimiento previsto para las acciones privadas, sustituyendo de este modo al órgano acusador estatal. En tanto, la acción privada está reglamentada para que se advierta su relación en el art. 73 del Código Penal, que faculta al querellante, según la acción penal de que se trate, de poder promover la acción como querellante privado y exclusivo, como sujeto esencial por ser el único acusador legitimado en un procedimiento especial en el cual el Ministerio Público Fiscal no es parte.
Pero después de este relato entramos a lo importante, que resulta saber dirimir quién es considerado “ofendido penal” cuando de delitos de corrupción estatal se trata, pasando el asunto también por lo que se considera la “legitimación” del ofendido para actuar en el proceso.
Este intríngulis se agrava aún más cuando nuestra jurisprudencia pacífica también establece que la “víctima” del delito no es el “ofendido” necesariamente. Toda una generación de confusiones doctorales de “batucada” que aparecen como hechas adrede, porque a la luz de los hechos sólo sirven para viabilizar la impunidad del “funcionariato” cuando en maniobras delictivas se encuentran involucrados.
En Argentina se considera, en los delitos contra la administración pública, a esta última como ”ofendida”, por ende con “legitimación” para actuar, y no al ciudadano, quien podría ser “víctima pero no ofendido”, como si el erario o el manejo honesto de sus arcas no fueran de su interés ya que en definitiva se nutre del pago de tributos que soportan el funcionamiento del Estado. Con el agravante de que casi nunca éste se constituye como parte querellante, porque además no hay norma procesal que lo obligue, como si el funcionario desleal, el corrupto, no delinquiera contra el propio Estado del que depende.
Pero resulta aún más inentendible lo que sucede, a la luz del art. 75, inc 22, de la Constitución Nacional, que establece que corresponde al Congreso “aprobar o desechar tratados concluidos con las demás naciones y con las organizaciones internacionales y los concordatos con la Santa Sede”. Y en este marco constitucional encontramos, por ejemplo, que Argentina adhirió a la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, a la Convención Interamericana contra la Corrupción y a la Convención contra Corrupción de Mérida, entre otras. En todas se asimila “víctima” con “ofendido penal” y se le da plenas facultades al simple ciudadano de a pie no sólo para denunciar hechos de corrupción que conociere sino además para perseguirlos, instar su participación, ofrecer pruebas. En suma, acreditar el hecho denunciando y la responsabilidad penal del imputado, si lo hubiere, por encima el humor político del fiscal que actúe. Pero además obliga al Estado a actuar, a querellar.
Como vemos, por vía del procedimiento se desconoce el mandato supremo. En verdad entonces, lo que se impone por mandato constitucional, la ley procesal y nuestra jurisprudencia argentina desconocen.
Sin duda, la efectiva lucha contra la corrupción resultará de la posibilidad que el ciudadano pueda controlar la tarea de los fiscales y jueces en la función, dentro del marco procesal que lo establezca, en concordancia con lo dispuesto en los pactos y convenciones de lucha contra la corrupción, que Argentina no sólo suscribió sino que además le dio pomposamente el título de supremacía constitucional. No se advierte que hoy el tema sea de interés legislativo en los ámbitos ni provincial ni nacional. Se habla mucho de la “víctima” pero sin facultades; o sea el engaño político continúa.
El fracaso declamado y declarado en enfrentar la corrupción estatal desde la justicia no tiene nombres de fiscales o jueces, porque ellos pueden ser buenos, malos, idóneos, eruditos o ignorantes, pero no legislan. Deben sólo cumplir con la ley.
No se les puede imponer que la inventen. Lo que fracasa es el sistema, que fue creado y es sostenido por hombres con nombres. Todos, a su tiempo, legislaron de forma tal que viabilizaron la impudicia de la impunidad del funcionariato.

(*) Abogado penalista UNC- Master en Criminología, Universidad de Barcelona

 

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