El instituto del habeas corpus es el producto de una larga evolución histórica ocurrida a lo largo de distintas épocas y culturas, en la búsqueda del respeto y la garantía de la libertad personal y la seguridad individual, tal como nos dice Domingo García Belaunde en su obra Los orígenes del habeas corpus.
Su primer antecedente procesal reside en la “interdictum de homine libero exhibendo” de la antigua Roma en la época del imperio, alrededor del año 533 de nuestra era. Como casi todo entre los romanos, se trató de una formalización en los estrados de la justicia de varias confluencias previas que iban desde de la actividad informal de los tribunos de la plebe con el “ius auxilii” para defender a los plebeyos de las acciones injustas de los patricios, a las leyes de Velerio Publicola, que prohibían las penas corporales contra los ciudadanos que han apelado al fallo del pueblo, y de la “custodia libera” que excluía las prisiones preventivas.
Es interesante destacar la forma como se la registró en el Libro XLIII, título XXIX, del Digesto: “Dice el Pretor: Exhibe al hombre libre que con dolo malo retienes”. Igual de reveladoras son las palabras de Ulpiano en el Libro LXXI de sus comentarios al Edicto respecto al particular: “Propónese este interdicto amparar la libertad, esto es, para que los hombres libres no sean retenidos por nadie”. Como puede verse, sacando las particularidades de la formulación de las acciones de la época, no se distingue en nada respecto de nuestra actual figura.
Una cuestión a destacar, propia de la sociedad de ese entonces, es que la acción no se daba respecto de esclavos o, luego, los denominados “siervos de la gleba”, ya que no tenían la libertad de marcharse de un sitio a otro y, por tanto, no los comprendía el interdicto.
La noción de libertad individual pasó de Roma al derecho foral español, incluso afianzada. En este sentido, el Fuero de León del año 1188 proclama la libertad como un derecho reconocido al individuo como fruto de un pacto civil entre el reino y el monarca. Se la define de forma negativa, es decir como una limitación de las facultades del gobernante, constituyendo una prerrogativa a favor de los individuos que el rey debía observar. En las Partidas de Alfonso X el Sabio, si bien la libertad no es definida, tiene un resguardo por vía indirecta al caracterizarse al “tirano”, en la Segunda Partida, como aquel que la niega.
También en el derecho medieval aragonés encontramos el privilegio de manifestación, también llamado juicio o proceso de manifestación, una prerrogativa ejercida por el Justicia de Aragón, una suerte de Defensor del Pueblo de hoy pero con facultades jurisdiccionales para resolver en los casos que entendía. Merced a ella podía intervenir en los tribunales y oficiales reales, cuando un acusado ante ellos alegaba injusticia por arbitrariedad, detención sin proceso o por juez incompetente, o consideraba amenazada su integridad física y requería su protección. Esto provocaba la investigación del caso por jueces competentes y el acusado pasaba a estar bajo la protección del Justicia; obtenía así inmunidad respecto al poder real al menos mientras sus alegaciones se investigaban.
Dicho proceso fue regulado en el derecho de los fueros, a partir del año 1428, verificándose en instrumentos similares dados en los años 1436, 1461 y 1510. Se trataba, al decir de García Belaunde, de “una de las libertades que gozaba el Reyno, como recurso contra todo exceso de poder”, siendo -en opinión de Linares Quintana- el “real antecesor del moderno Habeas Corpus, si se tiene en cuenta que en Inglaterra recién una ley de 1640 lo reconoció”. De nuestra parte, adherimos a que la figura es más aragonesa que inglesa, aunque en la consideración general se invisibilice dicho extremo más por desconocimiento que por otra intención.
Por ejemplo, la Carta de Libertades que Enrique I de Inglaterra adoptó en el año 1100, que se refiere a casos muy concretos, no contiene norma respecto a la libertad corporal. Tampoco la Carta Magna de 1215, pese a la creencia extendida, los contenía. Simplemente vedaba la detención arbitraria, sin establecer canal procesal alguno.
Antes de ella, los diversos “writs” o mandatos que existían, referidos a algunos casos de privación de la libertad, tales como los de “De Homine Replegiando”, “Mainprize” y “De odio et Atia”, se aplicaban a supuestos de cese de prisiones precautorias, incluso de particulares. Es decir, más cercanas a nuestra dispensa de prisión preventiva que a cesar en una situación de privación de libertad ilegítima.
Incluso los múltiples “writ of habeas corpus” de la época medieval inglesa, cuyo origen generalmente ha sido establecido en el año 1154 durante el reinado de Enrique II, eran medios para poner a un acusado en manos de los jueces competentes más que para liberarlo. Esto llevó al autor Edward Jenks, en su obra The story of habeas corpus, publicada en 1902 en el “Law Quarterly Review”, a decir que “no servía tanto para sacar a una persona de la prisión sino para meterla en ella”.
Es por ello que sólo en la ley de 1641 que abolió el tribunal denominado “Star Chamber” – ubicado en el Palacio de Westminster-, y más firmemente con la aprobación por el parlamento, en 1679, de la “Habeas Corpus Act”, puede hablarse de tal denominación con el sentido que usamos actualmente.
Podemos, por lo mismo, situar allí el inicio del período moderno del instituto. Pero eso es otra parte de la historia.