La pasada semana, Leonardo Fariña, tras ampararse en la figura del “arrepentido”, prendió el ventilador y declaró ayer más de 12 horas ante el juez federal Sebastián Casanello, titular del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal N° 7, en el marco de la causa por lavado de dinero y sobreprecios en la obra pública que involucra al empresario Lázaro Báez, junto a otros personajes de la farándula, el poder económico y las altas esferas de la política del pasado gobierno nacional.
A la par de prorrogar el magistrado interviniente el secreto de sumario, el bizarro exmarido de Karina Jellinek quedó dentro del programa de protección de testigos.
Como democracia y Estado de derecho que somos, aun con todas nuestras falencias, a la corrupción debe enfrentársela desde el derecho. No existe otra forma. Pero ello no implica que no puedan y deban modificarse leyes, de forma y de fondo, así como cambiar la organización y facultades de los tribunales que deben entender al respecto.
Nada de lo que estamos refiriendo habría sido posible si no hubiera previamente sido modificada la ley de lavado de dinero, para extender a tales ilícitos la figura del arrepentido.
Fue realizado dicho cambio legal a instancia del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), que había puesto al país en su lista “gris” de naciones; es decir, aquellos que presentan deficiencias en su derecho y organismos que facilitan el lavado internacional de activos, pero que elaboran con el GAFI un plan de acción para superarlas.
El Groupe d’action financière sur le blanchiment de capitaux (GAFI), también conocido como Financial Action Task Force on Money Laundering (FATF), es una institución intergubernamental creada en el año 1989 por el G8. Su propósito es desarrollar políticas que ayuden a combatir el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo internacional.
En lo medular, la figura del arrepentido importa ser reducido en la condena de un delito que se cometió a cambio de brindar a la justicia pruebas relevantes respecto de un ilícito de mayor entidad.
La palabra arrepentimiento nos llega desde su similar francesa “repentir”, que a su vez deriva del latín tardío “poenitere”, es decir “ser penitente”. Una etimología más que adecuada a los efectos de la cuestión que estamos analizando.
De hecho, lo ocurrido la pasada semana con Fariña revela la utilidad de normas como la figura del arrepentido, a los fines de la lucha contra la corrupción.
Lo hemos dicho otras veces, pero creo que importa repetirlo aquí, no para asustar sino para tomar conciencia: el peor enemigo actual de la democracia argentina es la corrupción, que reduce a la inutilidad al Estado en áreas claves como la educación, la salud, la defensa y seguridad o la acción social, tanto por generar ineficiencia como por sustraer vitales recursos públicos.
Nada es más falaz que la corrupción sea un delito sin víctimas: lo que se roba al Estado nos lo birlan a todos. La plata que se embolsan, filmados o no, es la que falta en el salario de un maestro, de un policía, en vacunas, en infraestructura de hospitales o en asignaciones sociales.
La norma del arrepentido es sólo un comienzo. Ella debe ser profundizada y complementada con otras. Sobre todo, buscando avanzar no sólo en la posibilidad de conseguir condenas sino en la restitución a las arcas públicas de lo que se llevaron, aunque solo sea en parte. En tal sentido, la ley “RICO” o Racketeer Influenced and Corrupt Organizations Act de los Estados Unidos, que tanta eficiencia en recuperar activos mal habidos de la mafia ha tenido, es un claro ejemplo a estudiar y adaptar a nuestra realidad nacional.
* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. **Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica.