Por José Emilio Ortega – Santiago Espósito (*)
La escalada militar rusa en Ucrania, largamente anunciada, constituye la crisis de seguridad más grave para Europa en lo que va del siglo y conmueve la fisonomía estructurada en la segunda posguerra, presuntamente duradera para siempre.
Los arreglos institucionales vitales para el Viejo Mundo, particularmente desde el final de la Guerra Fría, como el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, diversos acuerdos de control de armas y el Acta Fundacional Organización del Tratado del Atlántico Norte-Rusia, hoy parecen pura hojarasca.
Desde 2021, la Unión Europea (UE) estudia sanciones a Rusia ante una eventual acción militar en Ucrania sin lograr siquiera hoy, cuando ésta se ha concretado, una propuesta común. Lo que debió convertirse en una instancia para acreditar madurez institucional, generó el efecto contrario: un golpe final a la idea de que la UE puede erigirse en un actor global independiente.
Desde lo energético, Rusia suministra un tercio del gas que consume diariamente Europa (mayor proveedor regional), aprovechando la crisis energética de ese continente para impulsar su agenda. Moscú presionó para acelerar la aprobación del polémico gasoducto Nord Stream 2, que abastece de gas a Alemania de manera directa, aún con la férrea oposición de Estados Unidos y de varios países del este europeo. Hace tan sólo dos meses, el canciller alemán Olaf Scholz, el mismo que desautorizó -por estas horas- que se desafecte a Rusia, tras los ataques, del sistema bancario Swift, alegaba que el gasoducto era “absolutamente apolítico”.
Desde lo comercial, China es el principal socio de la UE (desplazó a EEUU). Asimismo, existe un elevado grado de interdependencia entre otras economías asiáticas y la europea -había quedado claro en la crisis financiera de 2008-. Más afectada que otros continentes por la pandemia, Europa necesita imperiosamente exportar hacia esa región del mundo.
Militarmente, la UE no tiene capacidad para actuar de manera autónoma. El presidente francés, Emmanuel Macron, debió reivindicar su compromiso con la OTAN, habiendo sido el principal promotor de la autonomía estratégica en seguridad y defensa de la UE. En su momento llegó a decir que la Alianza Atlántica estaba “en muerte cerebral”.
La historia se repite. Cuando, en 2014, Rusia anexó Crimea –territorio perteneciente a Rusia desde 1783, luego simbólicamente transferida por el ex premier soviético Nikita Jrushchov a Ucrania (1954) dentro de la misma URSS (decisión anulada por Rusia en 1992)- y decidió apoyar una sublevación contra el gobierno central en las regiones fronterizas de Donbás, en el extremo este de Ucrania, la altisonante -por medio de sus personeros principales- UE no respondió en los hechos con rapidez y eficacia. Más allá de los discursos, alguna asistencia económica y limitadas sanciones, la acción diplomática de la UE quedó al margen de los acontecimientos.
Sigue la crisis de los organismos internacionales
Sobresale -una vez más- la intrascendencia de Naciones Unidas, cuya decadencia es lenta pero segura, navegando hacia el destino que ya conoció la Liga de las Naciones en el siglo pasado. Resulta insoslayable la crítica al Consejo de Seguridad, que -sin voluntad política de sus miembros permanentes- sigue sin comprometerse con reformas estructurales y procedimentales.
Además, desde 2008 se agudiza la crisis financiera de la organización: sin percepción de aportes, problemas de liquidez y una constante reducción de fondos para las agencias y programas especializados. Ello limita -en calidad y cantidad- a los efectivos destinados a distintas misiones internacionales. Naciones Unidas muestra una total falta de respuestas ante los principales problemas internacionales: terrorismo, cambio climático, migración, ciberataques, desarme nuclear.
En tanto, continúa el patético papel de la ONU en la pandemia, patentado en un sinfín de acontecimientos. Sus autoridades no lideran: resulta absurdo el voluntarismo del secretario General António Guterres -increíblemente reelecto hasta 2026-, quien habla “en nombre de la humanidad” para intentar detener el avance ruso, después de haber estado convencido de que Moscú no iniciaría el avance hacia Donetsk y Lugansk (tras reconocerlas como soberanas).
Absolutamente dependientes en lo político de los EEUU -cuya actitud frente a este conflicto merece otra columna- y a merced de diversos actores de peso regional en lo económico -entre ellos Rusia y China-, Naciones Unidas y la UE son la cara de una misma moneda: conformación de insulsos gabinetes de crisis en eterno retorno; la imposibilidad de acordar sensibles intereses aún en circunstancias cruciales, y la endeblez de una estructura cada vez más procedimental que decisional, arrojan la percepción de un continente/organización desintegrado y disperso, incapaz de aglutinar la voluntad política para actuar de forma conjunta.
El ataque ruso desnuda la Europa del siglo XXI: no sólo como un continente en decadencia sino también como una unión en franco retroceso.