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Esa férrea voluntad del Libertador

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La vida del general José de San Martín es un conmovedor relato de superación personal y de entrega a sus profundos ideales.

Por Luis Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong

José de San Martín, además de sus méritos reconocidos, se destaca como ser humano, como la encarnación misma de la fuerza de voluntad.

La historia de su vida es un conmovedor relato de superación personal y de entrega a un ideal, marcada por una paradoja terrible en cuanto a su salud: poseía condiciones intelectuales, psíquicas y morales muy superiores al promedio para ejercer cualquier tipo de condición, incluida la militar, pero un físico muy débil y propenso a la enfermedad, es decir poco preparado para acometer los actos propios de la carrera de las armas.

Obviamente, ello le produjo a lo largo de su existencia un conflicto permanente entre sus planes y la posibilidad física de afrontarlos. La voluntad fue el primer motor para llevarlos a cabo pero apelar a su inteligencia para acomodar las situaciones a sus deseos, ocupó un lugar no menor. Por ejemplo, como no podía permanecer largo tiempo a caballo en batalla, desarrolló diversas tácticas para ganarlas en el menor tiempo posible.

La úlcera fue la principal patología padecía por San Martín, desde su hematemesis de 1808, hasta el mismo 17 de agosto de 1850, cuando, tras haberle incordiado la vida en grado sumo por casi medio siglo, una nueva hemorragia lo llevó al óbito.

La principal, pero no la única. Pues tuvo una vida tan pródiga en realizaciones como enfermedades padeció. Lo aquejaron dolores de estómago, vómitos de sangre, hemorroides, reumatismo, tos grave, heridas varias, fiebre tifoidea, cólera morbus, dificultades respiratorias, asma y cataratas.

Tampoco se salva de los lugares comunes del prejuicio, como el caso de su consumo de opio. Mario Meneghini -quien ha estudiado la cuestión en profundidad- concluye que José Francisco habitualmente utilizaba el opio, sí, pero preparado homeopáticamente. No era un adicto al opio pero sí practicaba la homeopatía. No se trataba, pues, de la droga depresora -papaver somniferum-, que es del mayor conocimiento popular, sino del opium de preparación homeopática, de nulos efectos colaterales.

Tal remedio es -de acuerdo con las reglas homeopáticas- útil para el asma, inclusive en las crisis nocturnas, en la artritis, en úlceras y las náuseas al levantarse de noche, que aquejaban al general.
Y aun cuando parezca curioso, no pocas facetas suyas son desconocidas popularmente. Por ejemplo, que llevaba consigo a todas partes baúles repletos de libros o que leía en tres idiomas. En el ámbito familiar, nunca se llevó bien con sus suegros y, en cuanto a modas se refiere, tendía a vestir colores oscuros -el negro de preferencia- en sus ropas civiles, a contramano de toda tendencia de la época.

El Ejército de los Andes, que creó casi de la nada, supuso una de las organizaciones militares más avanzadas de su época no en la región sino en el mundo. La operación del cruce de los Andes en 1817 es, hasta el presente, la más osada y victoriosa de su tipo en los anales de la historia militar universal. Distó mucho de ser un simple cruce, como se piensa. Hubo que desalojar a lo largo del camino las fuerzas españolas que guardaban los puntos clave de la ruta y hacerlo sin que pudieran dar aviso al grueso realista en Chile. Su planteo táctico en la batalla de Maipú forma parte hasta hoy de los estudios de varias academias de oficiales en Europa y de la de West Point en los Estados Unidos.

La mitad de ese ejército estaba conformada por antiguos esclavos de raza negra quienes -al decir de Vicente Quesada- “morían vivando a la libertad de esta tierra”. Tenían ellos un especial vínculo de adhesión con San Martín, quien dirá de ellos: «Resultan la mejor tropa de infantería de su línea”.

Tanto era su aprecio por ellos que la única vez que San Martín lloró sobre un campo de batalla fue en los llanos de Maipú, al comprobar las bajas sufridas por sus batallones 7 y 8, ambos de libertos.

También poco se sabe igualmente que su figura es particularmente rescatada en Estados Unidos. Se lo llama allí el “George Washington de la América del Sur”, sus estatuas se erigen en diversas ciudades, incluida la capital, y varios de sus presidentes han colgado su cuadro, el que aparece con la bandera argentina, en el despacho oval de la Casa Blanca.

Tuvo, como casi cualquier ser humano, una cruz en su salud que cargar a lo largo de su existencia.

Pero no dejó que tales limitaciones le impidieran llevar a cabo con los deberes que su conciencia le imponía. Y en eso reside no sólo la esencia de su grandeza sino también la actualidad de su ejemplo para todos.

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