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Ernesto Cardenal, el poeta revolucionario que queremos recordar

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Por Silverio E. Escudero

El poeta nicaragüense defendió la revolución hasta los últimos días de su vida . «Significa también crear un mundo para Dios», dijo

América Latina tiene el alma contrita porque ha callado para siempre la voz tonante de su más alto poeta. Ese Ernesto Cardenal que nos emocionó –hace muchos años- con su enorme Oración por Marilyn Monroe (1965) en la cual enfrenta la conciencia colectiva a problemas sociales tan profundos a los que cerramos los ojos en lugar de construir definitivamente, entre todos, un mundo mejor, más justo, fraterno y equitativo.
Su muerte hace que Nicaragua pierda su mayor referente literario después de Rubén Darío. Muere para dar paso a la leyenda que se forja con su pensamiento y su acción.
Ese pensamiento está reflejado en su enorme legado literario, teológico y político, traducido a más de 20 idiomas. Obra inconmensurable por la cual ha recibido el aplauso universal reflejado en una multiplicidad de reconocimientos internacionales como el premio Reina Sofía de Poesía, el galardón más importante de Iberoamérica “por haber convertido una comunidad de pescadores en una de artistas con altos valores religiosos” en el archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua.
También recibió el premio internacional Mario Benedetti, que otorga Uruguay y que se lo dedicó al pueblo nicaragüense en lucha y al adolescente Álvaro Conrado, una de las primeras víctimas de las protestas contra Daniel Ortega que han dejado miles de presos, muertos o desaparecidos.
Además, Cardenal fue galardonado con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda que otorga anualmente el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile, mediante el Consejo Nacional del Libro y la Lectura; la orden Legión de Honor en Grado de Oficial del Gobierno de Francia y el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán que entrega la Paulskirche a la “personalidad que haya aportado en medida destacada a la realización de la idea de la paz, principalmente con su actividad en las áreas de literatura, ciencias y arte”. Este premio se entrega anualmente en el contexto de la Feria del Libro de Frankfurt, la mayor del mundo.
Es preciso señalar, además, que fue nominado en cuatro ocasiones como candidato al Premio Nobel de Literatura a pedido, entre otros, de la Sociedad de Escritores de Chile con el respaldo del poeta Raúl Zurita.
Cardenal fue, en vida, múltiple y diverso. En todos los campos descolló, para la envidia de los mediocres y la animosidad de los burócratas anodinos que superviven en el entramado burocrático del Estado.
Así, fue político además de eclesiástico. “Por dos veces converso. Sacerdote y marxista, monje y ministro de Cultura en el Gobierno de Ortega, uno de los nueve comandantes que el 19 de julio del 79 tomaron Managua y derrocaron al dictador”, anota en un informe especial el diario El Mundo de Madrid.
Pero no era la primera vez que se levantaba en armas. El poeta nicaragüense defendió hasta los últimos días de su vida la revolución. «Significa también crear un mundo para Dios», dijo.
Cardenal se formó en la Universidad Nacional Autónoma de México, así como en Nueva York. Tras viajar por España, Suiza e Italia, regresó a su Nicaragua natal para formar parte de la revolución del 4 de abril de 1954 contra el general Anastasio Somoza García, quien pretendía eternizarse en el poder. Aquel complot democrático, a pesar de su fracaso, quedó en la memoria mítica de los nicaragüenses. El plan original contemplaba, entre otros objetivos, secuestrar al viejo «Tacho» junto a sus hijos Luis y «Tachito» y pasarlos por lar armas. Pese a la cuidadosa planificación, hubo una filtración que permitió a los Somoza ahogar en sangre al movimiento libertario.
Cardenal jamás olvidó esa gesta revolucionaria por lo que le hizo definir al mes de abril como el de la muerte en Nicaragua.
Esos valores inmanentes lo llevaron a sumarse al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) para derrocar el régimen dictatorial del hijo de Somoza, Anastasio «Tachito» Somoza Debayle. Tras su caída y el triunfo de la Revolución Sandinista, Cardenal fue nombrado ministro de Cultura entre 1979 y 1987.
Cuando abandonó el proyecto revolucionario, en 1994, inmune a las teorías del fin de las ideologías, denunció las desviaciones que se produjeron en el seno del gobierno revolucionario. Su burocratización y el cambio de hábitos y conductas reñidas con la moral revolucionaria que adoptaron los comandantes al rodearse de lujos (mientras el pueblo soportaba severas restricciones producto del bloqueo y embargo económico que sometió al pueblo nicaragüense el gobierno de EEUU) enervaron su indignación. Y, a la vez, denunció en todo foro al que lo invitaban que Washington proveía de armas a los “contra”, con la complicidad de la dictadura militar argentina.
Sandinista desde los años 70 hasta que abandonó el FSLN se mostraba tan ajeno al neoliberalismo que ni lo nombraba para criticarlo. «Era lógico que la causa de los pobres terminara con la incorporación a la revolución. Una expresión más de la coherencia del mandato divino. Y así lo acepté porque ser ministro de Cultura no me gustaba demasiado, más bien supuso un sacrificio más. Sobre todo durante los primeros años. Tenía el deber de dedicar a los demás todo el tiempo que yo habría querido para la religión y la literatura», escribió alguna vez.
El ex vicepresidente nicaragüense y escritor Sergio Ramírez decía que la revolución sandinista y su gobierno duraron hasta la derrota en las elecciones de 1990. La corrupción, la piñata, el enriquecimiento de los revolucionarios, el verticalismo, el caudillismo y el poder mal dirigido, que tanto denunció Cardenal, abrieron una etapa de persecución y sufrimiento para este cura que conocía como pocos el alma profunda de su pueblo.
Queda claro que no se arrepintió de esos años en los que, al fin y al cabo, su tarea permitió reducir el analfabetismo de 58% a 12% y monitoreó la reforma agraria que benefició a más de 200.000 familias, en un país con cuatro millones de habitantes.
Con esa foja de servicios enfrentó la campaña de difamación que instrumento Ortega y Tomás Borge, que no soportaban el escrutinio de sus actos por un cura, por un comandante incorruptible siempre dispuesto a la lucha. «Quizá, para algunos, resultaba incómodo, pero también necesario. La enemistad, los celos que son un factor humano inevitable», les decía a los suyos comprometidos en proteger su vida.
Vinculado a todas las luchas progresistas de América Latina, Cardenal (como el resto de los curas adscritos a la Teología de la Liberación) fue suspendido «a divinis» -en 1984- por el dedo admonitorio del ultraconservador Karol Wojtyla que ponía, una vez más, distancia a las proposiciones del Concilio Vaticano II y al contenido de los documentos de Medellín (1968) y Puebla (1979) que suscribió la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Celam), en un intento de transformar la realidad latinoamericana a la luz de las enseñanzas del concilio.
Éste es el testimonio del Ernesto Cardenal que queremos recordar. Del que incomoda a la jerarquía eclesiástica y a los cortesanos que, desde sus poltronas, ordenan cerrar puertas y ventanas para no enterarse de la degradación del hombre y no permitir el ingreso a sus aposentos del olor acre de la pobreza.
Por esa razón, este cura revolucionario fue capaz de preguntarse y preguntar ¿qué espectáculo contemplamos? Para responder con extrema simpleza: “La verdad es que va aumentando más y más la distancia entre los muchos que tienen poco y los pocos que tienen mucho. Los valores de nuestra cultura están amenazados. Se están violando los derechos fundamentales del hombre».
En 2019, en su lecho de enfermo, cuando todos aguardaban su muerte, recibió la noticia de que el Papa reinante había resuelto readmitirlo en el sacerdocio y permitirle celebrar misa después de 35 años.
Medida que fue interpretada por el mundo como demagógica y oportunista.

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