Se cumplen cien años desde la sanción de la ley 8871, conocida como Ley Sáenz Peña. El 10 de febrero de 1912 el Congreso alumbró una de las reformas más significativas en materia electoral, al punto de conservar su vigencia a lo largo de toda una centuria -y no cualquier centuria-. En ella se condensa el intrincado recorrido histórico transitado por nuestro país hasta encontrarse definitivamente con su Constitución y mediante ella con el sistema político y democrático. Cualquier ciudadano común sabrá dimensionar la densidad de este itinerario: todo “el ADN” político-institucional argentino está contenido en esta cápsula del tiempo que comprende los últimos cien años de la República.
Voto secreto, libre, individual y obligatorio: cimientos sobre los que Argentina comenzó a construir una democracia con aspiraciones a convertirse en representativa. Tales caracteres del sufragio pudieron instalarse entre la ciudadanía por diversos factores. Entre los más inmediatos se cuentan la creación de los registros civiles en todo el territorio argentino (1889); la efímera reforma electoral (1902/1904); la incorporación de la huella dactilar como instrumento de identificación de las personas (1907); y las leyes de Enrolamiento y de Padrón Electoral (1911).
Como una reforma política no se agota en un único acto legislativo sino que conforma un proceso y, como tal, está inserta en el ciclo institucional en el que tiene lugar, es digno de destacar el importante rol que cumplió como precedente de la Ley Sáenz Peña la reforma electoral diseñada Joaquín V. González, cuya aprobación por el Congreso logró el 29 de diciembre de 1902 (ley 4161). Es que en su proyecto original el destacado publicista ya contemplaba el secreto del voto y la sustitución del sistema de lista completa por el de circunscripciones uninominales. No obstante ello, el senador Carlos Pellegrini se opuso argumentando que el voto secreto no era para las masas populares que sufragaban según simpatías y no por ideas.
Aun herida de muerte, la reforma dio sus frutos y el novedoso sistema uninominal propuesto por el publicista riojano permitió el legítimo triunfo del primer diputado socialista de América, Alfredo Palacios -aunque ello tuvo lugar en un contexto en el que la metodología del fraude mediante la compra de votos fue posible gracias a la ausencia de la garantía del secreto del sufragio que tenaz y sabiamente defendió González-. El mismo Pellegrini sostuvo que la compra de sufragios era una forma de “valorizar el voto”. Convengamos –dice con ironía Horacio Sanguinetti- que en cierto modo puede ser así: la gente común comprendería que su voto valía algo, pues podía venderlo.
El nuevo sistema duró poco. En 1905 el presidente Quintana decidió volver a la lista completa y reemplazó el voto a viva voz por el escrito. El elector entregaría a la autoridad de mesa un papel escrito y doblado con los nombres de los candidatos que votaba. Esto no sólo no garantizaba el secreto del sufragio sino que además lo restringía sólo a los ciudadanos alfabetos, una clara minoría por aquellos tiempos.
Con la sanción de la ley 8871 en 1912 iniciamos definitivamente el largo camino político-institucional que nos condujo hasta nuestros días, en pleno auge de un interesante ciclo de reformas políticas y electorales.
No es un detalle menor que en el centenario de una ley tan trascendente para la vida de los argentinos se registren importantes cambios en las instituciones y procedimientos que permitieron su consolidación política y su legitimación social. En los últimos veinte años Argentina ha suprimido el servicio militar obligatorio; ha introducido una importante reforma electoral nacional -en aspectos tan variados como el financiamiento de los partidos y de las campañas, la creación del Registro Nacional de Electores, la unificación de los padrones sin diferenciación por sexos y las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias-; y ha modificado el régimen de documentación de los ciudadanos mediante la incorporación de un nuevo documento de identidad. Sumado a ello, la incorporación de la Boleta Única de Sufragio en las provincias de Córdoba y Santa Fe y la utilización de sistemas electrónicos de votación.
La importancia de todo esto radica en comprender que desde nuestras diferencias debemos trabajar seriamente para lograr que el largo proceso de reformulación del sistema político argentino, puesto en marcha a partir de la crisis del año 2001, sea adecuado a nuestras necesidades como sociedad política.
Sólo reasumiéndonos como verdadera Voluntad Popular, restañando la confianza pública en las instituciones y ganando esa legitimidad que cada uno de los hombres públicos debe a la sociedad que depositó su mandato en ellos estaremos frente a una Argentina posible. Y esto no se logrará delegando o evadiendo responsabilidades ni recurriendo a la crítica fácil e improductiva. Menos aún desentendiéndonos del pasado y de nuestra ciudadanía política como si las instituciones pudieran sobrevivir en la más absoluta anomia; porque si la República es un árbol, nosotros somos su savia.