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El único defensor de muchos

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El derecho se cruzó en el camino de Charles Dickens y eso lo influyó por el resto de sus días

Por Luis R. Carranza Torres

Charles John Huffam Dickens ha pasado a la historia por varias cosas. No todas de la misma importancia y algunas de ellas con desigual recuerdo. La figura de literato y novelista, máximo exponente de la novela realista victoriana, tapa algunos otros aspectos de no menor trascendencia: el otro camino de la pluma, podríamos decir. Uno relativo a perseguir la justicia.
Mucho antes de que escribiera y fuera una persona del conocimiento público, con sólo diez años, en 1822, el pequeño Charles se trasladó junto a sus padres de Kent a Londres, en busca de una mejor fortuna familiar que nunca llegó: dos años más tarde su padre fue encarcelado por deudas. Por ese tiempo, la familia podía vivir junto al preso en la misma prisión y eso hicieron, privados de todo sustento.
Dickens comenzó a trabajar entonces en una fábrica de betún, con doce años, en las infrahumanas condiciones de labor de la época. Fue donde conoció las duras condiciones de vida de las clases más humildes, aquellos a quienes el progreso económico y la técnica propios de la revolución industrial no parecía alcanzar.
El siguiente escalón en su historia laboral le brindó conocimiento y posibilidades de encontrar su destino. Fue pasante en el bufete de abogados Ellis & Blackmore y luego taquígrafo judicial. Allí emprende una relación con la escritura que lo acompañará el resto de su vida y lo inscribirá en los anales de la historia, tanto en los de las letras cuanto en los que recogen a quienes han defendido la justicia social.

Aspiraba ya a dramaturgo y periodista. Empezó redactando crónicas de los tribunales que consiguió publicar en los periódicos. Luego, en 1834, el diario Morning Chronicle lo contrató como cronista político, cubriendo los debates en el parlamento y campañas electorales por el país. Después de un tiempo, bajo el seudónimo de Boz, publicó una serie de artículos costumbristas sobre la vida cotidiana en el Londres de su tiempo. Ganaba, paso a paso, lectores y renombre.
El 2 de abril de 1836 contrajo matrimonio con Catherine Thompson Hogarth, hija del director del periódico donde había trabajado y en donde se difundirían, entre ese año y 1837, sus novelas Los papeles póstumos del Club Pickwick, Oliver Twist y Nicholas Nickleby. Tendría con ella, por igual y pasado el primer encandilamiento, diez hijos y un matrimonio infeliz.
En estos años evolucionó en su escritura de una narrativa de estilo ligero a otra igualmente atrayente pero a la vez socialmente comprometida, que mantendría en adelante.
En David Copperfield recoge en la fantasía, mediante la familia Micawber, la terrible realidad sufrida en persona y lo que implicaba ir a prisión por deudas. También recoge en el relato en primera persona de Copperfield, como un verdadero alter ego suyo, muchas de sus propias vivencias: largas y pesadas jornadas fabriles, la labor en un bufete de abogados, los sueños de escribir. También en Oliver Twist hay mucho de su pasado como niño desamparado, entre otras facetas que trasladó al papel.
En 1849 fundó el semanario “HouseoldWords”, en el que publicó dos de sus obras más consideradas por la crítica: La casa desierta y Tiempos difíciles, además de otras obras de autores menos conocidos. También se reprodujeron en dicha publicación algunos ensayos, todos ellos orientados a propugnar una reforma social y laboral.
La publicación en los periódicos de sus novelas en sucesivas entregas creó una relación especial con su público, sobre el cual llegó a ejercer una importante influencia, y en sus textos se pronunció de manera más o menos directa sobre los asuntos de su tiempo. Despertó la conciencia social de muchos y contribuyó a impulsar no pocas medidas para morigerar la situación de los menos favorecidos en la sociedad.

Quiso, al morir, ser enterrado sin honores. «De forma barata, sin ostentaciones y estrictamente privada», afirmó. Además, solicitó que jamás se erigiera una estatua en su nombre, cosa respetada hasta 1981, ciento once años después de su muerte.
Pese a todas sus contribuciones a la mejora de la sociedad de su tiempo, todavía detestaba muchas de sus miserias e injusticias.
Había conocido las rígidas leyes victorianas del otro lado de los estrados judiciales: como pasante de abogados, como taquígrafo en las cortes y… como víctima de ellas.
Nunca olvidó de dónde venía y por lo que había tenido que pasar para llegar al renombre que da el éxito y reconocimiento público. En lugar de ser complaciente, usó su pluma para mejorar la sociedad de su tiempo. Sus últimos años y su última voluntad lo muestran no muy conforme con lo conseguido.
A pesar de ser considerado por muchos entonces y ahora, y sin ser abogado ni pisar nunca una corte en tal papel, como el mayor defensor de aquellos a quien nadie tenía en la menor consideración.

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