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El traidor que acabó con la perestroika y disolvió la URSS

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Por Silverio E. Escudero

La historia reciente de la humanidad, contada “en caliente” y al fragor de la colisión de intereses, ideas, traiciones y ambiciones desmedidas, oculta detalles que al conocerse cambian la percepción de los acontecimientos.
Los ejemplos propios y ajenos se suman por miles. Sus consecuencias han generado un nuevo caos que muchos justifican como la forma de parir un nuevo orden internacional.

Un nuevo orden que, a pesar del paso del tiempo, no ha logrado estabilizarse y es el trasfondo de los cataclismos políticos que nos afectan, como el resurgimiento del nazismo, el quiebre de alianzas políticas o comerciales que parecían consolidadas y la dilapidación de los esfuerzos reformistas que procuraban cambiar el rumbo de la historia en un clima de paz y concordia.

Interesantes y auspiciosas son las noticias que llegan desde Rusia. A pesar de férreos controles políticos y de los cercos policíacos han trascendido nuevos detalles del golpe de Estado que dio por tierra al gobierno de Mijaíl Gorbachov, el último secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Todo se conoce gracias al trabajo de investigadores de la antigua Academia de Ciencias de la URSS.

El autor del golpe de furca fue el vicepresidente Guennadi Yanáyev. El funcionario afirmó alguna vez: “Las reformas continuarán y respetaremos la democracia y la glásnost. Queremos edificar una economía privada y proseguir la política de derechos civiles y libertades. En el terreno de la política internacional, respetaremos todos nuestros acuerdos y compromisos». Sin embargo, Yanáyev promovía al mismo tiempo, con el apoyo de sectores ultraconservadores del partido, la restauración del estalinismo.

Encargó la tarea a la KGB, organismo de secreto que pronto recordó sus antiguas nóminas de intelectuales y políticos progresistas y reanudó su persecución con una prolija confiscación de sus bienes, libros y trabajos de investigación que son el combustible de las hogueras sacramentales que levantan todos los totalitarismos, cualquiera sea su naturaleza ideológica. Yanáyev no soportaba la liviandad de las costumbres y las ruidosas costumbres a la que son propensos los hombres y mujeres libres, denostando las expresiones públicas de cariño y complicidad que se prodigan entre sí.

Se enfurecía porque se había eliminado el index y la censura y que los soviéticos volvieran a leer escritores de la talla de Vladimir Navokov, a los poetas Nikolai Gumilev –ejecutado por los bolcheviques el 26 de agosto de 1921- y Vladislav Jodasevich, a la celebérrima novela Doctor Zhivago de Boris Pasternak, el emotivo y poderoso Requiem de la poetisa ucraniana de origen tártaro Anna Ajmátova, las novelas Hijos del Arbat de Anatoli Ribakov y Corazón de perro de Mijail Bulgakov, entre otras miles de obras que poblaron los escaparates y anaqueles de las reabiertas librerías y bibliotecas públicas.

Durante este periodo de resurrección del estalinismo -que continuó con Boris Yeltsin- volvieron a arder los teatros y los cines mientras los actores, productores, autores y directores comenzaron a dormir cada noche en una cama distinta mientras buscaban refugio. Así, volvieron a verse caravanas de caminantes en busca de fronteras amigas o encontrar abrigo en las montañas y praderas de la antigua URSS, arrastrando tras de sí a familiares y amigos.

El viejo-nuevo orden restaurado e impuesto policialmente resucitó viejos tabúes. Devolvió a control del partido la vigilancia y administración de la prostitución y prohibió indagar en las causas que impulsaron los crímenes de lesa humanidad cometidos por cuenta y orden de José Stalin. Impuso, de paso, la lectura y estudio en las escuelas primarias y colegios secundarios el pobrísimo libelo titulado “El marxismo y la cuestión nacional”, con el que Iosef Stalin pretendió incidir en la dura polémica que sostuvieron durante más de quince años Vladimir Ilich Uliánov -Lenin- y la espartaquista alemana Rosa Luxemburgo.

No podemos detenernos en esta cuestión tan central en el debate marxista por falta de tiempo, habida cuenta que no hace al objeto de esta ventana abierta para tratar de entender el intempestivo final de la Unión Soviética. Un repaso por los titulares de los diarios del mundo nos ayudarán a comprender el clima de época, sus miedos y temores. Apresuradamente, titulaban sus ediciones especiales con expresiones tales como: “Golpe de Estado en la URSS: los ultracomunistas toman el poder”; “El golpe hace trizas el nuevo orden internacional”; “Peligra el futuro de la reunificación alemana”; “La caída de Gorbachov resucita el olvidado fantasma de la guerra fría”.

Los ultraconservadores pretendían reafirmarse en el concepto de que el aparato cultural debe servir con fidelidad al Estado: “El Partido es el árbitro final del gusto y la utilidad revolucionaria (de la labor de los trabajadores de la cultura)”.

Esa fue la razón por la que se enviaron las obras completas de Fiodor Dostoyevski para que respondieran, otra vez, a las acusaciones de ser “revulsivo” que le formuló Lenin y por las cuales fue vetado por el Kremlin, al considerarlo “inapropiado para las más grandes masas que lo percibirán como diletante y atentatorio contra el espíritu revolucionario”.

A pesar, por cierto, de la férrea defensa de un puñado de miembros del Politburó, que centraron su defensa en la contribución de Dostoyevski a la difusión e incidencia de las letras soviéticas en todo el orbe.

De esa manera, volvían a prohibirse a “los herejes”. Aquellos que habían conocido transitoriamente el perfume de la libertad en los tiempos del post estalinismo. Perfume que presagiaba la llegada de la primavera y el fin de la manipulación. Además había un motivo más de celebración. Había llegado a la cima del poder Gorbachov, un hombre razonable y culto que reconoció la estupidez congénita de prohibir porque el hombre intentará, de todas las formas posibles, de liberarse de toda opresión. Y fue su primer gesto romper los cercos que aprisionaban la cultura.

Se acercó así el ultra dogmatismo soviético al pensamiento de Antonio Gramsci, condenado y prohibido por la burocracia partidaria. Burocracia que, en Córdoba, expulsó al grupo Pasado y Presente por no soportar sus críticas y el reclamo de mayor libertad frente al esquemático Partido Comunista Argentino, conducido por Victorio Codovilla y Gerónimo Arnedo Álvarez.

Pero retornemos a nuestro relato principal. Corrían nuevos aires; nuevos tiempos. Muchos de ellos forjados desde la cárcel por el teórico italiano, y otros que llegaban de la mano del comunismo francés que supo pagar, en carne de sus militantes más lúcidos, el precio a la fidelidad ideológica a Moscú.

Los golpistas llegaban para dar por el traste el proceso que había comenzado Gorbachov. No fue un golpe de Estado cualquiera, definen los politólogos. “Con él, la estabilidad de planeta se veía de nuevo amenazada con una más que probable involución hacia los terribles años de la Guerra Fría, de la amenaza de guerra nuclear y del mundo dividido en dos, tal y como lo había estado antes de la caída del muro de Berlín”, advirtió un diario español.

Los ecos del golpe de Estado se escucharon en todo el mundo y sus principales líderes, que tenían informaciones calificadas, trataban de ocultar sus manos por si la prensa mundial los relacionaba con los usurpadores de aquel lejano agosto.

Estados Unidos congeló de inmediato los planes de ayuda a la Unión Soviética y la política exterior implementada por Ronald Reagan y George H. W. Bush quedó en un preocupante suspenso. Como por ejemplo los avances en el tratado de limitación de Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (FACE), para acotar el equipamiento militar y destruir el armamento excedente y hasta el tratado, para reducir las armas nucleares estratégicas (START).

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