viernes 22, noviembre 2024
viernes 22, noviembre 2024
Comercio y Justicia 85 años

El sexo de los reyes

ESCUCHAR

Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Nada más dependiente del sexo que la monarquía. Ser rey es una cuestión de sexo. El rey es la cabeza de la monarquía (por eso es que para destituirlos les cortaban la cabeza, parte del cuerpo indispensable para portar la corona); y la monarquía se basa en la sucesión hereditaria, y la sucesión hereditaria requiere necesariamente procrear, para lo cual es indispensable tener sexo.
Por eso las monarquías fueron y aún son una cuestión de sexo. Tener sexo o no tener, “sex or not sex”, ésa es la cuestión. Pero no sólo hace falta ejercitarlo, también es necesario dar muestra de ese ejercicio; por eso es que siglos atrás –ignoro si ahora- un consejo de expertos en sexo tenía que asistir a la alcoba real y observar cuidadosamente si el rey consumaba el sagrado acto en todas sus instancias, para dictaminar si era un verdadero rey, es decir si era capaz de procrear; aunque, por lo general, si no era obtenido el resultado deseado, la culpa de la incapacidad era atribuida a la reina y había que cambiarla por otra, para lo cual, a cambio de alguna recompensa se contaba con la bendición papal.
Dos ejemplos vienen al caso: el de Enrique VIII de Inglaterra, incansable y persistente buscador de progenie con varias y frustradas consortes, y el de Enrique IV de Castilla, llamado “El Impotente” –siempre tan francos los españoles-, a quien no se le reconoció sucesión por considerarlo incapaz de generarla, falacia que fue reconocida demasiado tarde. El primero, por su tenacidad, y el segundo, por su martirio, merecen ser recordados.

La primera esposa de Enrique VIII fue Catalina de Aragón, hija de Isabel la Católica. Cuando tenía tres años Catalina fue comprometida con el Príncipe de Gales, lo que se consumó cuando tenía 15 años, pero el príncipe murió muy pronto, casi sin haber disfrutado del himeneo. Para mantener la alianza entre España e Inglaterra se la casó con Enrique, hermano del muerto. Catalina le dio una hija, pero para ser rey el vástago tenía que ser varón, y mientras tanto Enrique ya le había echado el ojo a Ana Bolena, dama de compañía de la reina.
Resultado: Catalina terminó siendo repudiada por Enrique; como no hubo entendimiento con el Papa para la consagración del repudio, Enrique rompió con el Vaticano y creó la Iglesia Anglicana, que sería más comprensiva hacia sus devaneos conyugales.
Mientras estuvo casado con Catalina, el rey tuvo relaciones con una dama de compañía de la reina, Isabel Blount, con la que tuvo un hijo varón, pero que no podría ser coronado por no ser legítimo; también tuvo relaciones con María Bolena, hermana de Ana. Fruto del casamiento con Ana Bolena tendría otra hija mujer, con lo que se renovó el problema de Enrique y de Inglaterra. Ana fue acusada de adúltera e incestuosa, y en consecuencia fue decapitada, dejando nuevamente a Enrique con las manos libres. Esta vez la elegida fue Juana Seymour, dama de compañía de la reina descabezada, actitud que revelaba cierta falta de imaginación del rey; por fin tuvo con ella un hijo varón, aunque como consecuencia del parto la madre murió poco después.
La cuarta esposa, Ana de Cléveris, sólo le duró seis meses, pero el acto conyugal nunca se consumó. Ana no sólo salvó su cabeza sino que además recibió en compensación el castillo desocupado donde antes vivió Ana Bolena, la decepada. La quinta esposa fue Catalina Howard, y parece que el rey no podía quitar de su cabeza a Ana Bolena, porque la elegida era prima de la descabezada Ana; también esta Catalina terminó con un certero hachazo en el cuello, pero por un acto de gracia fue enterrada al lado de su prima.
Tampoco con Catalina el rey tuvo suerte en sus disparos procreativos. La sexta y última, Catalina Parr, tuvo más suerte, porque Enrique murió antes y así ella pudo conservar su cabeza. Catalina fue luego una digna consorte de otros cuatro matrimonios.

Enrique VIII merece un homenaje de su nación -tan civilizada y tolerante-, por la frustración de su anhelo más íntimo y legítimo en su relación con las mujeres que le tocaron en desgracia, hasta el extremo de no tener más remedio que decapitarlas.
Enrique IV de Castilla cargó con el infamante mote de “El Impotente”, y así ha pasado a la historia, que es despiadada y bastante inhumana. Su vida estuvo signada por este estigma, del que sólo se aliviaba visitando prostitutas, con las que tenía un desempeño exitoso, demostrando así para él mismo y para sus íntimos que esa disfunción sólo le ocurría con su esposa, por la cual no sentiría ni un mínimo apetito sexual; las crónicas de la época no consignan si esta reina carecía de los encantos indispensables para despertar la excitación del desgraciado Enrique.
Ya los comienzos de su vida fueron desafortunados, porque su padre le puso como consejero al Marqués de Villena, un conspirador e intrigante que le haría la vida imposible; además parece que el Marqués era homosexual e inició al principito en igual afición. Esto no obstó para que Enrique, cuando sólo tenía doce años, fuese compelido por su padre a casarse con una princesa de Navarra como parte de una transacción en la que Castilla devolvió territorios que había ganado en la guerra.
Debido a la rigurosa moral de la época los niños vivieron separados hasta que cumplieron quince años. La noche de la celebración, después de un pantagruélico banquete, los adolescentes se retiraron a su aposento y tras la puerta toda una comitiva, incluyendo tres notarios, esperaron la entrega de la prueba que acreditara tanto la consumación del connubio como la previa pureza de la reina, pero la sábana continuó inmaculada. El cronista consignó: “La boda se hizo quedando la Princesa tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo”.
Otro cronista, igualmente realista, escribió: “Durmieron en una cama y la princesa quedó tan entera como venía”. Las crónicas no consignan si se trató de falta de doncellez de la princesa debido a un traspié ignorado, de impotencia del príncipe o exceso inhibitorio por la ingestión celebratoria o, peor aún, de un reemplazo de sábanas, pero lo cierto es que desde entonces el espiado Enrique fue apodado “El Impotente”. Comprensivo y diligente, el Papa de turno autorizó el divorcio a cambio de una regia recompensa.

Por entonces el Príncipe se dedicaba a una vida licenciosa, con la que intentaba lavar el impiadoso escarnio. Esto no obstó para que fuera concertado su matrimonio con una hermana del rey portugués. Esta vez Enrique no aceptó tener observadores en la noche de la boda, que quizá lo inhibían. Historiadores científicos -que los hay-, determinaron siglos después que la enfermedad real provocaba una impotencia temporaria, y que esta carencia se presentaba en un difícil trance. De todos modos, esta parcial reivindicación no ha hecho cambiar el mote impuesto por la tradición.
Para concluir es bueno acotar que el sexo no era lo único que preocupaba a los reyes: también mandaron a sus súbditos a enseñorearse de otras tierras. En el Caribe, por ejemplo, estos conquistadores fueron buenos aprendices de los monarcas, porque se refocilaron hasta el hartazgo con las exóticas muchachas del lugar, creando así varias razas y complicando la etnicidad americana. Pero su llegada fue necesaria para traer la civilización, porque estos salvajes tenían la costumbre de matar cruelmente a sus enemigos o a quienes no respondían a sus planes. Tan salvajes que acostumbraban cortarles la cabeza.

(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Leé también

Más populares

¡Bienvenid@ de nuevo!

Iniciá sesión con tu usuario

Recuperar contraseña

Ingresá tu usuario o email para restablecer tu contraseña.

Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?