Tradicionalmente, se encuadra el principio de inocencia como parte del derecho de defensa, y éste, como una garantía procesal, se encuentra íntimamente ligado con la noción de debido proceso, siendo conteste en ello tanto la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH).
Con una redacción propia de su tiempo, que ha quedado hoy superada, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en el segundo párrafo de su octavo artículo, dice: “Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad”.
La primera consideración que debemos efectuar es que, a estas alturas de la cultura jurídica pro homine, la inocencia no se trata ya de una presunción sino de un estado jurídico. Nada se presume, por tanto, sino que se es inocente hasta demostrarse lo contrario.
En esta Argentina nuestra, en no pocos casos, la denuncia se ha transformado en un mecanismo para generar el descrédito de las personas, el apartamiento de oficiales públicos de su labor y similares. Asistimos impávidos también a procesos judiciales generados a partir de documentos obtenidos por medios ilegales, hackeos de celulares y mails que “mágicamente” aparecen en manos de un denunciador, por lo general serial; o de personas que van a la Justicia a exponer respecto de hechos terribles que les ocurrieron largo tiempo atrás.
Toda denuncia debe ser investigada. Correlativamente, ser investigado, más en los casos en que la persona se pone a disposición de la Justicia, no puede ser objeto de reproche alguno. En todo caso, debe esperarse al pronunciamiento judicial, tener socialmente la prudencia que estos temas requieren.
También cabe reclamar de la Justicia una investigación razonable en el tiempo y una decisión oportuna al respecto. No una década, o dos, después, o llegar a los terrenos de la prescripción para no tener que resolver. Sobre todo, que se ha estado investigando por largo tiempo para encontrar como única certeza que la denuncia no tenía ni patas ni cabeza.
Decía el tango Cambalache que en esta sociedad en que “no hay aplazados” ni tampoco escalafón, “los inmorales nos han igualado”, y en consecuencia “da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”.
Navegamos en una sociedad de grises, sobre todo porque casi todo se ha relativizado, empezando por la verdad objetiva. El “relato”, de tipo que fuere, quien sea que lo pretenda implantar, ha suplantado no pocas veces la realidad de las cosas.
Habla la jurisprudencia de la CorteIDH, pudiéndose citar los casos Herrera Ulloa, párr. 147; Maritza Urrutia, párr. 118; Myrna Mack Chang, párr. 202; Lori Berenson Mejía, párr. 132, entre muchos otros, respecto a que se deben observar todas las formalidades que “sirvan para proteger, asegurar o hacer valer la titularidad o el ejercicio de un derecho, es decir, las condiciones que deben cumplirse”.
Creemos, de nuestra parte, que eso desborda el mero proceso judicial y compromete la sociedad toda. El estado de inocencia veda, entre otras cuestiones, actitudes propias de una sociedad acusadora, con medios que la fomentan, tales como los escraches en los domicilios, las lapidaciones mediáticas, la extensión social de responsabilidades por portación de apellido, los apresuramientos de instituciones en considerar sanciones a miembros sin base en una sentencia firme.
La cautela se impone, así como exigir la pronta resolución judicial del asunto. Máxime en una sociedad como la nuestra en que, lamentablemente, la cizaña y el trigo comparten un mismo suelo, mezclados. Como se lee en la Biblia al respecto, debe esperarse el tiempo adecuado, para separarlos.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales