domingo 24, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

El límite de la actividad tecnológica del Estado

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Los primeros días de julio nos dimos con una nueva noticia sobre violencia racial en la ciudad de Dallas, Estados Unidos. A la muerte de dos ciudadanos de origen afroamericano por parte de personal policial siguió la muerte de cinco policías más nueve heridos, entre los que se cuentan dos civiles, consumada por Micah Johnson, un francotirador presuntamente integrante de alguno de los grupos separatistas negros Nuevo Partido Panteras Negras para la Autodefensa, la Nación del Islam o el Partido de Liberación de los Jinetes Negros; el ataque fue llevo a cabo durante la celebración de una manifestación contra la violencia policial contra los ciudadanos estadounidenses de raza negra.
Más allá de lo repudiable de las dos acciones, lo que nos llamó la atención fue la utilización del robot -cargado con explosivos y manejado a control remoto, llamado MARCbot- para acabar con la vida de Johnson.
El artefacto -que ha sido usado por el ejército estadounidense en las guerras de Irak y Afganistán- anteriormente fue empleado por las fuerzas de seguridad sólo para desactivar explosivos o realizar un monitoreo de situaciones críticas, pero nunca habían sido equipados con armas o bombas, por lo que el caso del francotirador fue la primera vez que se utilizó para ultimar a un criminal. Precisamente esta estrategia ha abierto la discusión sobre el uso de robots de control remoto o aparatos semiautónomos en la lucha contra el crimen.
Gran parte de los especialistas en seguridad y de la jurisprudencia rechazan esta idea. Por ejemplo, Elizabeth Joh, profesora de la Universidad de California, dijo: “Si los robots letalmente armados se utilizan en situaciones de este tipo, ¿en qué otros casos podrían ser utilizados?”, lo que resume el pensamiento de otros críticos al uso de robots con fines letales, quienes han advertido sobre el riesgo de recurrir a una máquina para eliminar sospechosos o delincuentes, incluso sin haber agotado otras opciones, como -por ejemplo- buscar capturarlo o, en última instancia, negociar con él.
Como respuesta a estos planteos, en este caso particular el jefe de policía de Dallas, Mark Brown, dijo a la prensa: “No vimos otra opción más que usar el robot con una bomba y colocarla en su extensión para detonarla donde estaba el sospechoso… Otras opciones habrían expuesto a nuestros oficiales a un gran peligro. El sospechoso está muerto como resultado de la detonación”.
Creemos que la duda planteada tiene un indudable sustento, no obstante hay que tener presente que el uso de robots ha tenido en el combate contra la criminalidad utilizaciones plausibles, como por ejemplo desactivar bombas, revisar lugares sospechosos sin riesgo para personal policial e, incluso, para salvar vidas, -como sucedió en San José, California, donde en 2015 se recurrió a un robot para negociar con un hombre que amenazaba con arrojarse desde una rampa en una autopista- o también para hacer llegar un teléfono para las negociaciones o algo de comida en una toma de rehenes.
Esos casos son sólo la punta de un ovillo mucho más complejo. En nuestros días, estamos a las puertas que la actividad del Estado se “automatice”, con el consecuente riesgo de que se “deshumanice”. Es decir, que en un acto de autoridad ya no exista por detrás una voluntad humana.
Lo referente al combate a la criminalidad es lo más extremo de este fenómeno, que tiene otras manifestaciones más leves, respecto de la vida de las personas. Por ejemplo, las foto-multas en algunas rutas o la autorización on line para comprar o no moneda extranjera de la AFIP, vigente hasta el pasado año.
Y en lo privado, ¿quién no ha pasado por esos sistemas de contestador automático, poblados de opciones y pedidos de datos que, por lo general, no solucionan nada?
Por eso, dejamos planteado el problema que se nos viene, para analizarlo en detalle la semana próxima.

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