viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

El legado de Carlos Nino en el Juicio a las Juntas

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Se cumplen, este 22 de abril, 30 años del comienzo del Juicio a las Juntas Militares. Ese día todos los argentinos fuimos testigos-protagonistas de un hecho excepcional: por primera vez los asesinos, los dueños de la vida y la honra de los argentinos, tuvieron que sentarse en el banquillo de los acusados para dar cuenta de sus crímenes ante un tribunal civil: la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal.

Antes, el 10 de diciembre de 1983, había asumido la presidencia de la Nación Raúl Ricardo Alfonsín, acompañado por millones de argentinos esperanzados en que se terminarían, definitivamente, los días del horror, los años de hierro y plomo, la era de la tortura y el silencio, el tiempo de venganza, de vejaciones, despojos, apropiaciones, supresión de identidad y adulteraciones de documentos públicos. Un tiempo de criminales y ladrones que se enriquecieron hasta la impudicia, junto a sus cómplices civiles.

El Preámbulo de la Constitución, que recitaba una multitud militante, nos decía que era posible la Argentina de la ilusión, volver a soñar, conversar en voz alta, transitar por las calles y caminos del país. Cuestiones elementales pero esenciales para reconquistar la libertad, reconstruir el entramado social, ejercer el derecho al disenso, recrear espacios de crecimiento y creación y disfrutar de la vida sin tener que rendir cuenta de ello a censores que, por imperio de su soberbia, pretendieron erigirse en tutores de la vida de los argentinos.

La tarea pendiente era ciclópea. Hubo marchas y contramarchas. Los verdugos estaban en la plenitud del poder. Sus usinas ideológicas pergeñaban estrategias para desestabilizar la naciente democracia. Preferían el orden de los cementerios al bullicio de la libertad.

Esencialmente porque la democracia republicana es el único sistema que vale la pena defender por ser el modelo capaz de hacer mejor y más felices los pueblos y las naciones.

El juicio, seguido con atención por tirios y troyanos, fue una divisoria de aguas. No sólo fue una cuestión político-judicial. Se procuraba derrotar el militarismo que anida en la esencia de los argentinos y comprender que la impunidad embarga la conciencia del Hombre. Si el crimen no es castigado la sociedad lo percibe como una nueva arbitrariedad del Estado; arbitrariedad que genera corrupción y pone en riesgo la continuidad institucional porque está latente la repetición de los crímenes de lesa humanidad.

Martin Andersen, corresponsal de Newsweek y The Washington Post, anota el impacto que se produce en el mundo: “Las instituciones democráticas de la Argentina también llamaron la atención. Nunca antes en América Latina se había dado una situación en la cual ex gobernantes militares fuesen juzgados por una corte justa e imparcial por los crímenes cometidos (…) significaba para los ciudadanos una nueva marca en la escala de valores y les hacía saber a los generales de lugares tan alejados como El Salvador que los crimines de hoy probablemente no fueran olvidados mañana.” No sería justo que en esta evocación olvidásemos a aquellos ciudadanos que supieron poner el cuero, en tiempo oportuno, para darle contenido, carnadura a la política de verdad y justicia que pretendía llevar adelante Raúl Alfonsín.

Uno de ellos fue el admirado Carlos Santiago Nino. Desde el comienzo mismo de la dictadura puso todo su talento al servicio de una idea fuerza: impedir la impunidad de los jerarcas de ella. Que, en su visión, fueron peores que el nazismo, por el carácter clandestino y ultrajante de sus procederes.

Nino concibió la política de los juicios como abriendo un camino diferente frente a las dos alternativas más claras y dominantes dentro del pensamiento penal. Por un lado, propuso rechazar visiones como las que, en su momento, defendió Kant. Por otro lado, propuso dejar de lado visiones como las que defendió Bentham que, también, eran mantenidas por importantes sectores de la sociedad, cuando se mostraban menos preocupados por los asuntos de la justicia que por la no repetición de sangrientos golpes de Estado. El utilitarismo era compatible con la no condena a ninguno de los imputados en la medida en que, por algún otro medio, se asegurase la finalización de una era de grave inestabilidad política.

Planteos audaces que motivaron un intenso intercambio de ideas con un puñado de filósofos y juristas como nuestro Ernesto Garzón Valdez , el inefable Genaro Carrió, Juan Rodríguez Larreta, Jaime Malamud Goti, Eugenio Bulygin, Thomas Nagel y Eduardo Rabassi, entre otros. Motivando la participación activa en los debates de sus propios discípulos: Carlos Rosenkrantz, Gabriel Bouzat, Hernán Gullco, Agustín Zbar, Marcela Rodríguez, Mirna Goransky, Marcelo Alegre, Roberto de Michele, Miguel de Dios, Carlos Balbín, Roberto Gargarella, Alberto Fohrig y Martín Böhmer.

“La herencia que suponen las violaciones de los derechos humanos ocurridas en el pasado -escribe Carlos S. Nino- es uno de los grandes obstáculos de los procesos de democratización. Algunos cuentistas políticos advierten de que una excesiva preocupación con el pasado puede alejar del sistema democrático a grupos sociales enteros y causar disenso, odio y resentimientos que pueden interferir con la transición democrática.

Pero otros pensadores (entre los que me cuento) opinan que algún grado de justicia retroactiva por violaciones a los derechos humanos favorece la protección de los valores democráticos. De forma tal que el uso agresivo del derecho penal contrarrestaría la tendencia a la ilegalidad, refutaría la impresión de que algunos grupos están sobre la ley y consolidaría el valor del Estado de derecho. Por lo tanto, se puede argumentar que algún grado de investigación y persecución de las violaciones masivas a los derechos humanos es esencial para la consolidación de los regímenes democráticos”.

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