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El juicio de Clodio

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Fue un trámite judicial precedido y seguido del escándalo que socavó las bases republicanas

Por Luis R. Carranza Torres

No pocas veces, ciertos procesos judiciales desnudan una sociedad. Pasa en todos los tiempos y la antigua Roma no fue una excepción.
Se trataba de un proceso que traía mucha agua por debajo del puente, desde antes de iniciarse. Se juzgaba, nada menos, que la profanación de una de las ceremonias religiosas más sagradas de la ciudad: la fiesta de la Bona Dea.
Reservada en su celebración a las mujeres, estando vedado que cualquier varón humano y hasta macho animal estuviera en la casa donde se llevaba a cabo, un hombre había entrado con sigilo, simulando ser mujer; concretamente, tañedora de cítara. Al mezclarse en los bailes rituales, se descubrió de quien se trataba, si bien consiguió huir antes de poder ser apresado. Se trataba nada menos que de Publio Clodio, personaje polémico si los había en esa Roma del siglo I a.C.
Para peor, a la profanación del escándalo se le sumó otra: se decía que el motivo de ese ingreso subrepticio era que Publio andaba pretendiendo, o habiendo ya llevado a cabo, amores clandestinos con Pompeya, la esposa del dueño de casa, quien era nada más y nada menos que Cayo Julio César.

Publio era alguien que acarreaba en su vida un escándalo atrás de otro. Niño terrible en sus cortos años, su carrera militar fue generalmente mediocre y, frecuentemente, escandalosa. Sirvió sin pena ni gloria en la tercera Guerra Mitridática en Asia a las órdenes de su cuñado, Lucio Licinio Lúculo, a quien, por entender que lo trataba con poco respeto, le instigó una revuelta de los soldados. A más de sensible, insubordinado. Ni uno ni otro rasgo fue bien visto en Roma. Otro cuñado suyo, Quinto Marcio Rex, gobernador en Cilicia, le otorgó el mando de su flota, la que condujo a la derrota y hasta acabó siendo capturado por los piratas de tal región. Luego de un nuevo pase castrense a Siria, casi perdió la vida en otro motín, también instigado por él mismo.
Al volver a Roma, como abogado en el foro no evidenció mejores méritos. Presentó un juicio contra Catilina por extorsión pero se dejó sobornar por éste y obtuvo su absolución.
Los romanos eran muy estrictos en el mantenimiento de la paxdeorum en materia religiosa, por lo que el acto de entrar como mujer a la festividad de la Bona Dea fue un gran atrevimiento, un grave sacrilegio que se convertía en una gran amenaza para Roma, y debía ser expiado. Como nos dice Plutarco: «Al día siguiente corrió por toda la ciudad la noticia de que Clodio había cometido un sacrilegio, por el que debía pagar no sólo ante los ofendidos sino también ante la ciudad y los dioses».
Las mujeres participantes de la ceremonia, vía sus esposos, presentaron una denuncia contra Clodio en los tribunales. Hasta las propias sacerdotisas Vestales hicieron lo mismo.
Sustanciado el juicio, Clodio incurrió en su defensa en viejas prácticas. Negó haber estado allí e incluso haberse encontrado en Roma. Para eso apoyar, llamó a testigos escrupulosamente pagados. Atrajo asimismo a su causa a los antiguos partidarios de Catilina, huérfanos de liderazgo después de la muerte de éste.

En ello ayudó que fuera Cicerón el “testigo estrella” del proceso, a fin de comprobar que Clodio mentía y se hallaba en Roma en la fecha de la ceremonia de la Bona Dea.
Marco Tulio Cicerón, quien al principio había estado espantado por el hecho, luego lo relativizó, lo tomó en broma: expresó que «Clodio aparece como uno de esos amantes de comedia pillado in fraganti, vestido como una mujer». Pero conforme observaba las manipulaciones judiciales, su censura se transformó en una premonición y aviso para el futuro: «Con su acción Clodio ha demostrado ser una verdadera amenaza para el Estado». Es que merced a las conexiones y posición de su familia, además de poseer una enorme fortuna, conocía la mayor parte de los aristócratas que formaban parte del jurado del caso. No tardó en usar lo uno y lo otro para salir bien librado del asunto.
En una carta enviada a su amigo Ático a comienzos de julio del año 61 a.C., Cicerón relata cómo, contra todo lo esperable, razonable y justo, Clodio fue absuelto a causa de «la pobreza y la corrupción de los jueces», en atención al hecho que de ellos «treinta y uno se dejaron influir más por el hambre que por su prestigio».
Fue un duro golpe a las instituciones de la República, que venían en declive. Uno de los escándalos religiosos más importantes de Roma no sólo no había podido ser reparado sino que llevar a juicio el sacrilegio sólo sirvió para demostrar lo venal que podían ser los procesos judiciales.
Otras cuestiones no menores para la historia ocurrieron por dicho juicio. Julio César, quien no levantó palabra en contra del acusado, se divorció sin más de Pompeya. Y al protestarle ésta su inocencia del asunto pidiéndole que reconsidera la decisión, la contestación de Cayo Julio hizo nacer una frase para la posteridad: «La mujer de César no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo».
El juicio también rompió la amistad y cooperación política entre Cicerón y Clodio, quienes pasaron a ser enemigos declarados. La ulterior venganza del segundo contra el primero quedaría, asimismo, en los anales de la historia.

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