Por Luis R. Carranza Torres
Sérgio Moro, nacido en Maringá (Estado de Paraná), un 1 de agosto de 1972, hijo de Odete Starke Moro y de Dalton Oro Moro, antiguo profesor universitario de Geografía, tiene al poder en el Brasil a mal traer desde hace tiempo.
Desconocido hasta hace relativamente pocos años, es el principal investigador de la mayor causa por corrupción de la historia de Brasil, que ha generado un escándalo internacional y varias condenas de importantes figuras en ese país.
Estudió Derecho por la Universidad Provincial de Maringá, la misma en que su padre daba clases, recibiéndose en 1995. Un año después, se convirtió, con 26 años, en uno de los jueces federales más jóvenes del Brasil.
En lo familiar, está casado con Rosângela Wolff de Quadros Moro y es padre de dos hijos.
Es máster y doctor en Derecho por la Universidad Federal de Paraná, la universidad brasileña más antigua, fundada el 19 de diciembre de 1912, inicialmente con el nombre de Universidade do Paraná. Allí también es profesor de Derecho Procesal Penal.
Cursó el programa para instrucción de abogados “antilavado” de la Harvard Law School en 1998 y participó de programas de estudios sobre lavado de dinero patrocinados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos. Un proceso judicial por el que siempre se interesó por ese tiempo fue el megaproceso denominado “Manos limpias”, que destapó en Italia en la década de 90 un gran escándalo de corrupción que se “llevó puesta” a la mayor parte de una clase política que venía, cualquiera fuera el partido, gobernando desde 1946 en la península.
Nombrado en 2013 Juez Federal de la 13ª Sala Criminal Federal de Curitiba, Moro tuvo oportunidad de poner en práctica sus conocimientos sobre combate al lavado de dinero. Y de llevar a cabo, en versión brasileña, el fenómeno procesal judicial italiano.
Lo apodan “Súper Moro”. Antes de la causa del Lava jato y sus derivaciones, ya había conducido varios casos relacionados a ese delito. El sello distintivo de sus investigaciones fue promover la cooperación internacional de Brasil con otros países para detectar activos en el extranjero.
En 2013 sentenció por lavado de dinero al mexicano Lucio Rueda Bustos, subastando inmuebles y autos de lujo de su propiedad por más de seis millones de dólares. Algo nunca visto hasta entonces en ese país.
El también denominado “caso Petrobras” se inició casi por casualidad, derivado de otra causa sobre delitos financieros en que Moro indagó a uno de los acusados, Alberto Youssef, cambista. Tras descubrir la vinculación de éste con Paulo Roberto Costa, ex director de Petrobras, amplió sus informaciones bajo la figura del arrepentido. Costa también se acogió a esa figura y es así como se inició en marzo de 2014 el caso Lava Jato (“lavacoches”), denominado así porque parte de los sobornos se blanqueaban a través de un negocio de lavado de autos que había en una estación de servicio.
El tema del lavado escaló hasta la política, al establecerse que las empresas constructoras que con el dinero que pagaban para obtener jugosos contratos de Petrobras con sobreprecios, se financiaba la actividad de varios grupos políticos, entre ellos el entonces gobernante Partido de los Trabajadores. De izquierda en sus políticas pero bien a lo Don Corleone en cuanto a sus redes “negras” de financiamiento.
De allí que no se esté luchando con el crimen organizado, como muchas veces Moro lo ha dicho, sino con el crimen institucionalizado. Un delito de Estado, en el que todos saben y pocos escapan a los manejos de los actos ilegales.
Tras desencadenar la destitución de la Presidencia de Dilma Vana da Silva Rousseff por el Senado de Brasil el día 31 de agosto de 2016, el último giro de la causa ha sido la condena del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, a nueve años y medio de prisión por corrupción y lavado de dinero el 12 de julio de 2017. Se trata de la primera condena de un presidente por delitos de recibir sobornos.
El proceso está lejos de terminar. Y como dijo a la BBC Luiz Flávio Gomes, un jurista y ex juez brasileño, en 2014, Moro “tiene coraje y es trabajador”. Se trata de “un juez que presta un servicio público relevante”. Pero también advirtió que “debe tener cuidado de no transformarse en un tribunal policíaco”.
El riesgo que pesa sobre Moro y su actividad judicial, a juicio del ex magistrado y que compartimos, es el de adoptar medidas procesales reñidas con los estándares del debido proceso que a posteriori podrían dar pie a que el proceso sea anulado, en otras instancias judiciales, tal como ya ocurrió en otros casos en Brasil.
El tiempo, único juez definitivo de la historia, finalmente mostrará si se arriba o no a buen puerto en una trama que ha mostrado, como pocas, la institucionalización del delito económico desde el poder, y las relaciones entre empresarios y políticos respecto del dinero de todos que se desvía para “financiar” tanto al proselitismo como al nivel de vida de una clase dirigente.