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El horror detrás de las tropas de Estados Unidos

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 Por Silverio E. Escudero

Hemos asegurado, muchas veces, que es el archivo de noticias el que determina el contenido de nuestro encuentro semanal. Esta vez, en medio de un clima de guerra creciente, la lupa pretende detenerse en la trastienda de la tragedia, en los experimentos que se realizan para perfeccionar la máquina de matar.
La historia de estos crímenes comienza en el momento mismo en que el hombre se lanza a la conquista de nuevas tierras. De tierras fértiles y toma prisioneros para ampliar su poderío económico a los que somete a un régimen de torturas permitido y recomendado por su tótem, que justifica esclavizar al enemigo.
¿Qué habrá sentido el norteamericano medio cuando en agosto de 1945 se enteró de que su país, el campeón de la libertad y la democracia, había lanzado las bombas atómicas que culminaron con la destrucción total de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki? ¿Se sorprenderá al saber que más de mil quinientos estadounidense sin distinción de sexo, edad, salud o estado de gravidez fueron sometidos a experimentos con sustancias radioactivas sin su consentimiento?
La Guerra Fría, siempre caliente, ganó nuevos escenarios, escudada en la tirantez –real o imaginaria- entre Oriente y Occidente. Fue la excusa perfecta para que los estados participantes cometieran todo tipo de tropelías en aras de la seguridad nacional amenazada. Aupada por halcones cobijados en salvajes nacionalismos y en la intolerancia religiosa.
Primero fueron 18 los casos de inyecciones de plutonio, denunciados por el Alburquerque Tribune, tras cuidadosas reconstrucciones de historias clínicas de pacientes que murieron como consecuencia de padecimientos y atroces dolores. Experimentos que también ocurrieron en naciones de América Latina y el Tercer Mundo, donde se guarda hermético silencio. Mudez que se rompería si las autoridades judiciales intentaran investigar qué sucede tras las paredes de los hospicios y clínicas psiquiátricas y en las prisiones y campos de concentración de tan triste memoria.
Las revelaciones sobre los horrores nucleares continúan llegando a las páginas de los diarios. Valga de ejemplo el caso del Boston Globe. Denunció que la merienda que recibieron por años jóvenes con retraso mental, contenía, junto a los cereales, hierro y calcio radioactivo. Esos epígonos de Josef Mengele, por distintos caminos, supieron cómo reacciona un ser humano ante la radiactividad que puede generar una bomba, un misil, una bala “sembrada de uranio empobrecido” y las nubes radiactivas monitoreadas a distancias diversas. La cuestión pudo ser estudiada con detenimiento tras el estallido de Chernóbil y las fallas frecuentes de todas las usinas nucleares, que proporcionan abundante literatura clínica.
Las cerca de doscientas bombas nucleares arrojadas en el desierto de Nevada a partir del 27 de enero de 1951 han dejado su huella en la población de Salt Lake City y en la de Las Vegas. La vegetación y los animales desaparecieron por completo en la zona de ensayos. La nota más significativa es que, en estos tiempos de exaltación ecológica, nadie se ha preocupado por reparar los daños causados. Básicamente leucemia y cánceres de tiroides, de garganta y de huesos, además de malformaciones congénitas y esterilidad que aparecieron con frecuencias superiores a los estándares propios de esa región del sudoeste norteamericano.
Han transcurrido setenta y cinco años desde el comienzo de la tragedia. La Oficina del Presidente norteamericano no responde consultas sobre estas investigaciones ilegales. Por esa razón adquiere valor aquel documento que Joseph Hamilton elevó a la Comisión de Energía Atómica, en el que denunció que el procedimiento usado por los médicos reclutados por el servicio secreto y las fuerzas armadas tenía aristas parecidas a las de los métodos usados en el campo de concentración Buchenwald -que funcionó desde el mes de julio de 1937 hasta abril de 1945 en la colina de Ettersberg, cerca de la ciudad de Weimar, en Alemania-, donde se exponía experimentalmente a los internos a la bacteria del tifus.
“Basándose en sus propios documentos y en la historia de la ética médica, se puede afirmar que sabían claramente que los estudios que realizaban no eran éticos (…) En efecto, ellos decían que su trabajo era tipo nazi.
El argumento que se escucha es que esos experimentos eran éticos en el tiempo que fueron hechos. Esto simplemente no es cierto”, se indignó Hamilton quien, a la sazón, era investigador de experimentación militar con seres humanos.
Para curar esta enfermedad, anota en uno de sus cuadernos el profesor Louis Henkin, consultor de Naciones Unidas, profesor en la Universidad de Columbia y autor del libro Arms control and inspection, es necesario que “los hombres sensatos deban recurrir a ‘la ley’ buscando en sus conceptos, preceptos, métodos y funcionamientos, el camino para atender la amenaza de guerra y elevar el orden internacional. Los juristas han respondido al reto, aunque muchos de ellos lo han hecho en formas diversas.
Algunos se han concentrado en soluciones fundamentales, en resultados óptimos y en programas. Hablan casi con ansias del “régimen legal”.
Responden al deseo común de que haya una sociedad mundial con todas las características clásicas de la ley, que es cosa común en los países más avanzados; es decir, una comunidad que observa reglas de conductas aceptadas entre las naciones; tribunales que apliquen esas reglas en casos de controversia, cuando no se logra un acuerdo amistoso; y vigilancia para ejecutar por la fuerza, en caso necesario, lo dispuesto por la ley con apego a las resoluciones de los tribunales.”

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