martes 5, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

El efecto Streisand

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Su postulación marcó un antes y un después en los asuntos de privacidad

El denominado “efecto Streisand” es un concepto aplicable tanto del derecho de internet como del llamado “derecho del entretenimiento”, que alude a algo propio de la curiosidad humana, que, al intentar remover o censurar un contenido determinado, éste adquiere, como directa consecuencia de eso, una difusión mucho más amplia que la que normalmente habría tenido.

El nombre refiere a un caso litigado en los tribunales de California en el año 2003, cuando la actriz Barbra Streisand demandó al fotógrafo Kenneth Adelman y a una página de fotografías en internet argumentando que había violado su privacidad al difundir una foto tomada desde el aire en la que se veía su mansión en Malibú. Pedía, a más se su supresión, 50 millones de dólares en compensación por daños.

Esa foto, que se caratulaba como “Imagen 3580”, no había sido sacada por la casa de la actriz sino por la línea de playa que tenía más allá, integrando un conjunto de 12.000 imágenes tomadas para mostrar los efectos de la erosión y el desarrollo inmobiliario en la costa de California.

Cuando se presentó la demanda, tal imagen había sido descargada sólo cinco veces, más otras dos por los propios abogados de Streisand, para documentar el pleito. Solo un mes después, 420.000 personas habían visitado el sitio web. Para peor, el juez desestimó el caso y ordenó a la actriz cubrir los costos legales del fotógrafo, que ascendían 150.000 dólares.

Otro de los casos ocurrió en 2013, cuando a un portal de internet un representante de la cantante Beyoncé le pidió que retirara unas imágenes de su representada que entendía “poco favorables”. El portal no sólo se negó sino que creó una nueva galería de fotografías titulada “Las fotografías ‘poco favorables’ que el publicista de Beyoncé no quiere que veas”. Las imágenes acabaron convirtiéndose en materia prima para diversos memes que circularon ampliamente por el ciberespacio.

En 2012, la Corte Suprema británica determinó que la web sueca The Pirate Bay, que incluye enlaces con contenido pirata, debía ser bloqueada en el Reino Unido, e indicó a los proveedores de servicios de internet de ese país que impidieran el acceso de sus usuarios a dicho sitio por considerar que violaba derechos de autor de forma masiva.

Tal sentencia confirmó resoluciones judiciales anteriores en un caso presentado por la asociación que nuclea a los propietarios de derechos de autor musicales, entendiendo que los operadores del sitio “inducen, incitan o persuaden a sus usuarios a cometer una infracción de derechos de autor y … ellos y sus usuarios actúan de acuerdo con un diseño común para infringir”, siendo “relevante en este sentido que los operadores se beneficien de sus actividades. Por lo tanto, son responsables solidariamente de las violaciones cometidas por los usuarios”. Luego de ello, lejos de disminuir, las visitas se incrementaron a unos 12 millones, si bien no de modo directo sino utilizando servidores proxies.

Que la curiosidad humana desafía las prohibiciones es algo tan viejo como la historia de la humanidad. Por lo que no se trata de un fenómeno propio de internet sino que se extiende a cualquier manifestación expresiva. Publicado en 1988, el libro Los versos satánicos, de Salman Rushdie, creció exponencialmente en ventas y conocimiento global luego de que, al siguiente año, el 14 de febrero se difundió una fatwā contra su autor, emitida por el ayatolá Ruhollah Jomeiní, por la época líder religioso supremo de Irán.

No se trata tampoco de algo nuevo, más allá de su reciente conceptualización, casi dos décadas atrás. Por ejemplo, en 1928 la actriz Louise Brooks presentó una injunction -vía procesal similar a nuestra acción de amparo que busca lograr una orden judicial especial para compeler a la contraria a hacer o dejar de hacer algo en específico- en una corte de Nueva York contra el fotógrafo John de Mirjian para evitar que publicara los retratos que le tomó desnuda cuando aún era una corista.

Conforme la explicación de la actriz: “Cuando estaba en los últimos Follies entendí que parte de mi trabajo era tener estas cosas más o menos drapeadas regadas por todas partes. Nunca me enloqueció la idea, pero me dijeron que era necesario llegar al frente. Yo accedí. Fui a varios fotógrafos muchas veces. Ahora que he firmado un contrato razonablemente a largo plazo con Famous Players, considero que la necesidad ha pasado, por lo que deseo que se suspenda la distribución generalizada de esas fotografías. El público de la pantalla es un animal curioso y ver fotogramas desnudos de una actriz no es del agrado de todos”. Las fotos habían sido válidamente acordadas y lo único que logró fue que se difundieran exponencialmente.

En Argentina tuvimos un caso que cumple con todos los recados del fenómeno, pero que ocurrió antes del juicio en Estados Unidos que le dio su nombre. Sucedió en 1992 cuando la jueza federal María Romilda Servini de Cubría presentó un amparo judicial para que el cómico Tato Bores no difundiera su nombre en un sketch humorístico. Logró en la justicia civil una medida cautelar a su favor y la orden de no nombrarla. En respuesta, un coro de famosos que iba desde Mariano Grondona y Alejandro Dolina a Susana Giménez y China Zorrilla, pasando por Luis Alberto Spinetta, Ricardo Darín y los integrantes de Soda Stereo -entre otros-, le dedicaron una canción que decía «la jueza Barú Budú Budía es lo más grande que hay». La repercusión en el rating fue mucho más grande que si se hubiera pasado el sketch original.

Solo una muestra de lo vigente que resulta esa regla, situada en esa gris frontera del actuar humano entre lo sociológico y lo jurídico. 

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