Cuando el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el más vigoroso de los escritores latinoamericanos que se tenga memoria, recibió el premio Nobel de Literatura en 1967, el mundo se detuvo en el aplauso. La premiación fue motivo de inflamados comentarios. Desde los sapientes expertos en literatura hasta los maledicentes que cuestionaban su color de piel y sus rasgos, poniendo en tela de juicio su cosmogonía y ancestros.
Los diarios y revistas del mundo, de acuerdo con sus intereses, capacidades y el perfil de sus lectores, diseñaron ediciones especiales y contrataron plumas relevantes para salvar los escollos que presentaba la comprensión de tan compleja personalidad que se destacó en tantos y tan complejos escenarios de la vida política y diplomática de su país.
Asturias, así, disputó un lugar preferente en las primeras planas mientras se recordaba que fue autor de libros trascendentes como Leyendas de Guatemala (1930), El señor Presidente (1946), Hombre de Maíz (1949), Viento Fuerte (1950), El Alahajadito (1961) y Mulata de tal (1963), entre muchos otros. Fue el premio justo para el viejo alquimista que supo combinar en su cuenco mágico los brebajes, esencias y caldos secretos que le permitieron dar a luz al realismo mágico que otros, apañados por un ejército de publicistas, se atribuyen como suyo.
Mal les pese, Asturias fue primero. “El señor Presidente” precedió a El recurso del método, de Alejo Carpentier, su contemporáneo; a Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, y a El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez.
Asturias habrá de sobrevivir por todo lo que su obra tiene de invención verbal y en eso llevan la delantera novelas suyas como Hombres de maíz -la mejor de todas- y Mulata de tal. Puede resultar redundante decir que ambas son novelas verbales. Desde luego que toda obra literaria es una construcción de lenguaje, pero se trata de un lenguaje capaz de descubrir, “como demostró Manet en la cumbre de la pintura impresionista, un mundo que siendo el mismo parezca otro y siempre el mismo, con los trazos o con las palabras.”
Cuando fue premiado gobernaba en Argentina otra dictadura. Ésa fue la razón por la que nuestros diarios, entre tanto ditirambo y lisonja, omitieron comentar que Asturias había vivido largas temporadas en Buenos Aires. Que había fundado aquí su familia y era asiento principal de su vida intelectual; tampoco que veinte días después del golpe de Estado que derrocó al presidente constitucional Arturo Frondizi, sin orden de allanamiento alguna, las fuerzas armadas embozadas fueron a buscarlo una madrugada. El grupo de salteadores, ante la negativa a abrirles del hijo menor de Asturias –Miguelito-, rompió la puerta con barretas de hierro.
“Pero Asturias no estaba en ese primer piso del modesto edificio de la primera cuadra de la avenida Libertador, frente a la estación Retiro, sino en la planta baja, en el departamento de su cuñado, el periodista Juan Mora y Araujo. Allí le descubrieron, junto a su esposa Blanquita, tiritando de fiebre debido a una afección renal que padecía. Le permitieron llevarse alguna ropa y lo condujeron a la comisaría 15º, de la calle Suipacha”.
“Lo recordamos todavía –rememora Gregorio Selser- como si fuese hoy, arrebujado en una frazada, aterido de frío o de fiebre, escuchando con atención como su médico trataba calmosamente de hacer entender al comisario que el sondaje que su paciente necesitaba con urgencia debía ser hecho en condiciones sanitarias aptas y no en una oficina policial o en un calabozo. Sólo cuando ese médico y un abogado notificaron al comisario que le harían responsable de cualquier contingencia que sobreviniera como resultado de su testarudez, aquél pidió instrucciones ‘a la superioridad’, la que concedió permiso de internación en un sanatorio de la calle Lavalle, pared de por medio con otra comisaria”.
Asturias permaneció ocho días con centinela armado a la vista. Se le notificó de su libertad del mismo modo en que se le puso en prisión. Sin otra explicación que la arbitrariedad de un lacayo que obedece y cree en la unanimidad del silencio y la uniformidad, apropiándose de la voluntad y la vida de los demás.
Por esos días tomó la decisión de abandonar para siempre la República Argentina si en algún momento le concedían la libertad. Así se lo hizo saber a un grupo de jóvenes intelectuales que lo acompañaban cada tarde en su internación.
“Puedo comprender la arbitrariedad y el desmán de los espadones, su odio por todo lo que huela a cultura, pero no soporto la estupidez disfrazada de patriotismo. Nuestros dictadores centroamericanos, brutos como son, no son tan hipócritas como este Guido que me ha hecho transmitir que lamenta mucho lo ocurrido, pero que no puede hacer nada porque los que mandan son los militares”, afirmó.
El día de la partida fue especialmente triste para Asturias y sus amigos. Tras los abrazos y el embarque, una cincuentena de pesquisas encarceló a los cercanos al escritor. Fueron puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional por cantar en la vía pública el Himno Nacional Argentino.