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El detrás de escena de la expulsión de los jesuitas

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Siglos después, la salida de esa orden de los territorios españoles sigue generando debate

Cuesta encontrar un acto más polémico de los borbones españoles del siglo XVIII que la expulsión de los jesuitas ordenada por Carlos III en 1767. Una medida que tiene, aún hoy, tanto detractores como justificadores.

Todavía se debate si fue algo beneficioso o perjudicial. Lo que no se tiene tan claro son los entretelones que la provocaron.

El lapidario Dictamen del fiscal Campomanes, como conclusión de la pesquisa secreta llevada adelante para establecer la responsabilidad por el denominado Motín de Esquilache, los apuntaba como sediciosos y “socavadores” del poder real, sin mayores pruebas que chismes varios. Pero como suele pasar en las burocracias autoritarias, lo puesto en papel siguió andando su trámite, sin que nadie se preocupara en lo más mínimo por su razonabilidad. 

Producido el motín, Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximenez de Urrea, décimo conde de Aranda, quien recién estrenaba su cargo de presidente del Consejo de Castilla, formó un consejo extraordinario a los efectos de tratar el asunto. Llevado a cabo, se emitió una consulta en la que consideraba probada la acusación y proponía la expulsión de los jesuitas de España y de sus Indias. 

Recibido tal parecer en la casa real, Carlos III, para tener mayor seguridad, convocó a un consejo o junta especial presidida por el duque de Alba e integrada por los cuatro secretarios de Estado y del Despacho para considerar en segunda lectura el tema. 

En tal reunión se ratificó la propuesta de expulsión, a la par de recomendar al monarca no dar explicaciones sobre los motivos. Después de la aprobación de Carlos III de la Pragmática Sanción, corrieron por cuenta del conde Aranda los preparativos para su ejecución, llevados a cabo con el máximo secreto.

La orden de expulsión contenida en la Pragmática Sanción de 1767 se justificaba “…por gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia de mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo, usando la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto a mi Corona”.

Al presente, es tenida como uno de los mejores ejemplos de la arbitrariedad gubernativa: explicaba sin explicar pues, a pesar de tanto palabrerío, en lugar de dar alguna razón el monarca se la reservaba en su “real ánimo”. 

Sobre sus consecuencias para España, han existido interpretaciones diversas. Rosa Capel Martínez y José Cepeda Gómez, en su obra El siglo de las luces. Política y sociedad, expresan que quienes la justifican ven en ella una expansión del “espíritu ilustrado”, antes constreñido por “la poderosa acción regresiva y reaccionaria de los jesuitas”. Otros entienden, en cambio, que se perdieron mentes brillantes, sobre todo para el progreso de las ciencias. No es menor, tampoco, como sostienen dichos autores, que “para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las ‘perniciosas’ doctrinas jesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo aplicó desde entonces en otros temas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno de la libertad de pensamiento”. De nuestra parte, entendemos que, lejos de resultar una medida progresista, se constituyó en un hito de un proceso de creciente autoritarismo real, que terminó décadas después, como una más de las varias causas que detonaron el proceso emancipador hispanoamericano. 

La expulsión alcanzó a unos 5.300 sacerdotes, repartidos casi en partes iguales entre España y las Indias. Se inició para ellos un oprobioso y lastimoso periplo, yendo la mayoría a la isla de Córcega, por entonces parte de la República de Génova. Pero al caer la isla al año siguiente en poder de Francia, que había prohibido a la orden jesuítica cinco años antes que en España, debieron pasar a los Estados Pontificios, lugar donde, a pesar del juramento de fidelidad al papa, el pontífice reinante, Clemente XIII, tampoco los veía con buenos ojos. Poco después, en 1773, su sucesor Clemente XIV expidió la bula de extinción de la Compañía de Jesús en toda la cristiandad. 

Cuarenta años después, en medio de los efectos causados a la iglesia Católica por los procesos de laicización devenidos de la Revolución Francesa, el papa Pío VII decidió restablecer la orden. Para entonces, habían sobrevivido en Rusia sólo unos cuantos centenares de los miles de sus tiempos anteriores, protegidos por Catalina II, llamada La Grande, una monarca tan o más autócrata que Carlos III, de religión luterana por nacimiento y cristiana ortodoxa por conversión para reinar en Rusia, que en la realidad de las cosas nunca fue demasiado religiosa que digamos. Aun así, tuvo mayor afecto por los jesuitas, a quienes la unía esa pasión por el conocimiento, que algunos papas y los propios reyes de España.

Se convirtió, a la postre, en quien posibilitó su resurgimiento. Un hecho que, sea dicho de paso, dista mucho de serle reconocido.

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