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El auge de la ultraderecha en el mundo

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La dicotomía entre globalismo y antiglobalismo dominó el escenario internacional
en el último lustro y seguirá siendo central en los conflictos venideros

Con el 2019 se va una década de grandes convulsiones y conflictos políticos. Podría decirse que la «era del antiglobalismo» se inauguró con la victoria de Donald Trump en Estados Unidos junto a la elección que le dio el «Sí» albrexit en 2016. A partir de allí venimos asistiendo a una serie de fenómenos heterogéneos pero que tienen en común la utilización de un discurso profundamente crítico de la globalización, contrario a las elites financieras al mismo tiempo que antiinmigratorio. Por ello, con las características de cada país en particular, este tipo de discurso ha logrado interpelar de manera exitosa a los perdedores de la globalización: en mayor medida blancos, de clase media baja tanto rural como urbana, quienes han visto mermados sus ingresos debido a la pérdida de puestos de trabajo a causa de la globalización y la deslocalización de las fábricas.
La dicotomía entre el globalismo y el antiglobalismo, la puja entre aquellos que se encuentran a favor de un mundo más abierto, tanto en lo económico como en los flujos migratorios, frente a quienes pretenden fronteras cerradas en el amplio sentido de la palabra, es la puja que dominó el escenario internacional en el último lustro de la década de 2010, que seguirá siendo central en los conflictos venideros. La democracia liberal tradicional en los países de Europa central o en Estados Unidos no era tan discutida desde las décadas de los años 20 y 30.
Los fenómenos migratorios causados en gran parte por los conflictos ocasionados por los países centrales en los periféricos, terminaron impactando en aquéllos y sirvieron para unificar el odio de las periferias, de sectores sociales unidos contra lo que consideran las elites. Es decir, todo aquello que tenga algún sesgo liberal, progresista o amigable hacia la globalización. Allí, los migrantes son utilizados como chivo expiatorio por los dirigentes, quienes enfocan el odio de sus electorados hacia todo lo que sea ajeno a ellos. Ejemplos claros de esto son el caso de Donald Trump en Estados Unidos, Matteo Salvini en Italia o Marine Le Pen en Francia. El electorado de Trump existía desde hacía mucho tiempo; sin embargo, hasta que su figura no surgió no había encontrado ni un cauce democrático ni un momento propicio para poner sus demandas en el centro de la política.
Steve Bannon, quien fundó The Movement (El Movimiento), en 2017, para relanzarlo en 2019, entendió como pocos la dinámica política del mundo que se viene. Surgido de los rincones oscuros de los medios alternativos estadounidenses, su discurso apela muy bien a la idea del «hombre común», entendiéndolo como un trabajador blanco, de clase media baja, occidental y de «costumbres cristianas». Bannon sabe muy bien cómo disputar la hegemonía: unificando demandas democráticas en el sentido que las entiende Laclau, es decir, reclamos aislados que pueden ser conservadores, reaccionarios o antiigualitarios. Cuando estas demandas no son satisfechas por la política tradicional, pueden unirse con otros reclamos incumplidos. De esta manera, se produce una relación de equivalencia en la que demandas que pueden no compartir nada en un principio o incluso pueden oponerse entre sí o ser contradictorias, se unifican detrás de un líder o un «movimiento». Para Laclau, sin embargo, no existe el populismo de derecha, ya que es la derecha la que toma las demandas populistas y las adecua al sistema que las genera, sin transformarlas.
Las figuras de Trump o Salvini operan como significantes vacíos, es decir, personajes que aglutinan la pluralidad de demandas insatisfechas, contradictorias o no, de un colectivo determinado. Así, un supremacista blanco, un campesino de Alabama y un trabajador afroamericano desempleado de Detroit pueden ser parte del mismo colectivo, asistiendo a mitines y apoyando fervientemente a Trump. De la misma manera que un poderoso empresario del norte, un trabajador precarizado del sur y un nostálgico de los tiempos de Mussolini pueden constituir la base de sustentación de La Lega. A su vez, todos estos sectores encuentran en la globalización al gran culpable de todos los males de sus países. El concepto que utilizan es vago, y la globalización también puede operar para ellos como un significante vacío en el que el contenido cambia dependiendo de cuál es el enemigo de ese momento.
Éstos pueden ser los inmigrantes mexicanos en el caso del discurso trumpista, los africanos y los árabes en el de Salvini, al mismo tiempo que la elite liberal de las universidades Ivy League, el poder supranacional de la Unión Europea con sede en Bruselas, la dictadura de las finanzas, los militantes de los derechos LGBTIQ+, las fronteras abiertas, la «delincuencia», o la burocracia política de Washington. Indistintamente de a quién se ataca en determinado momento, todos comparten la condición de ser parte de los fenómenos causados por la globalización. Hoy existe una distribución de la riqueza tan desigual que, por ejemplo, en Europa, que sigue siendo el continente más igualitario del mundo, 10% de los habitantes posee 37% de las riquezas. Mientras que en Estados
Unidos, 1% concentra 20% de los recursos del país.
Por ello, cuando Donald Trump asumió la presidencia, en su discurso inaugural dijo aquello de que su llegada al poder representa- ba «devolverle el poder al pueblo». Más adelante se analizarán las causas de por qué alguien como Trump, un millonario perteneciente a ese 1%, un personaje central en esta historia, logra apelar de manera tan eficaz a esos sectores sociales con los que en principio no tendría mucho que ver. El desafío del progresismo y los movimientos nacionales y populares será disputar en estos terrenos, donde, por ahora, la derecha parece estar ganando a pasos agi-
gantados.

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