Por Carlos Ighina (*) – Exclusivo para Comercio y Justicia
El meticuloso cronista que era don Azor nos describe al detalle el escenario de esa noche muy fría. Entran, se encuentran con una cantidad apretujada de gente, atraviesan el primer patio y se detienen en un gran hall calefaccionado a leña. Otro periodista, Raúl W. de Allende, los conduce a la habitación donde se hallaba el cuerpo del llorado muerto. Lo estaban preparando para sacarle una mascarilla, de aquellas mascarillas fúnebres que se tomaban a los seres muy queridos para guardarlos en el tiempo.
El relato de don Azor es altamente sensible: “Deodoro estaba de espaldas, en el lecho de muerte. El ingeniero Rafael Bonet sostenía un velador, de pantalla verde, junto a un hombre casi anciano, de guardapolvo blanco, que afeitaba el rostro del extinto”.
Bajo la mirada atenta y contrita de un grupo de amigos, el barbero empleaba toda su mesura, respetando hasta en el menor detalle el rostro de su cliente de tantos años, ese doctor Roca que llenaba con su talante el rectángulo amical y sociable de la peluquería, iluminado de espejos, con aromas de perfumes y sensaciones de paños calientes, que desde hacía décadas se había convertido en referencial de la Segunda.
Como conclusión de la tarea del compungido fígaro, comenta Grimaut: “Todo el conjunto del rostro tenía la serenísima configuración de la placidez de un apacible sueño”.
Gracias a don Arturo Romanzini pudimos saber el nombre de aquel viejo y esmerado peluquero: era don José García, titular y prestador principal de la “Peluquería García”, ubicada en la esquina de Rivera Indarte y La Tablada –muy cerca de donde había estacionado su vehículo Ramón Antón-, en el sector noreste de la intersección de las calles, haciendo cruz con el almacén El Sol, de don Miguel Mercadal Fedelich, cuyos fiambres y licores más de una vez habían sacado de apuros a Deodoro, en las atenciones de dueño de casa que con harta frecuencia tenía que dispensar durante las extensas veladas de su celebrado sótano.
No debe confundirse a este don José con otro don José, también peluquero, don José Testa, quien tenía su salón en Rivadavia al 500, italiano, especializado en arreglar las melenas de los malevos de los alrededores del viejo Mercado Norte y renombrado sacamuelas con crueles procedimientos, además de sangrador de clientes con alta presión, sirviéndose para ello de sanguijuelas que él mismo criaba.
Don José recogió sus instrumentos y silencioso se perdió entre los muchos que ya se habían congregado en las inmediaciones del dormitorio. Ahora tocaba el turno a Gaspar de Miguel, el artista para quien don García había preparado el campo, escultor que, frisando los 45 años, tenía aquilatado un merecido prestigio como profesor de la Escuela Superior de Bellas Artes y de la Escuela de Cerámica.
Distinguido por su trayectoria y dueño de una gran modestia, ese año 1942 daría que hablar por el cincelado del frente del flamante edificio de la Caja de Jubilaciones y Pensiones de la Provincia, además de haber ganado el concurso convocado para levantar un monumento a Hipólito Yrigoyen. Antonio Pedone y el propio de Miguel habían tenido la espontánea iniciativa de trasmitir a “la fidelidad del yeso” –como dice Grimaut- las facciones de Deodoro.
Nuestro apenado cronista describe cómo el escultor pasó suavemente una cobertura de glicerina sobre el quieto rostro yacente, para después expandir la blancura del yeso, buscando la relativa perennidad.
Marta Lidia de Miguel, hija de Gaspar, nos dice que en esos momentos de conmoción generalizada, no fueron pocos los amigos de Deodoro que pugnaron por obtener una réplica de esa faz que habíase procurado tantos afectos. Veinticinco pedidos de copias recibió de Miguel esa misma noche. Ninguna de ellas fue jamás retirada de su taller. Inmerecido destino de la memoria facial de quien brindara a Córdoba el temperamento singular de su gesto comunicacional. Sic transit gloria mundi. Afortunadamente su nieto guarda el original.
Sus hermanos y sus hijos pulsaron la caja que contenía al genio inanimado, pero también estaban las manos de Santiago del Castillo, Arturo Illia y Donato Latella Frías, que representaban no solamente al gobierno de la Provincia y al municipio, sino, particularmente, a una comunidad que sentía en su intimidad el inicio de la ausencia.
Mientras, desde el sótano, fluían sutiles -pero indelebles- los saludos de los muchos insignes y otros no tanto, que lo poblaron en las irrepetibles noches deodóricas.
Desde el momento de su muerte, Deodoro fue considerado como uno de los dioses manes de la Reforma e intuitivamente se le tributaba una suerte de culto, pues jamás dejó de ser para aquellos que lo frecuentaron, escucharon o leyeron un genio tutelar, santón laico que por sobre las debilidades humanas animaba con su sola mención todo ánimo de rebeldía, toda explosión contestataria que aspiraba a extralimitarse de anquilosadas normas o de oxidados cánones.
A diez años de su fallecimiento, Deodoro da señales de ese rol de espíritu venerando cuando João Fernandes Campos, más conocido como Café Filho, a la sazón vicepresidente constitucional del Brasil –acompañando en fórmula de alianza al legendario Getúlio Vargas- visita Córdoba y pide se lo lleve al cementerio San Jerónimo para rendir homenaje de respeto a quien consideraba inspirador de la Reforma Universitaria, de tanta repercusión en América.
Para ese tiempo, Perón, presidente de la Nación, aspiraba a la integración de América del Sur por medio de la consolidación de un bloque de dimensiones biooceánicas que vinculara férreamente a Argentina, Brasil y Chile. Getúlio Vargas compartía esos ideales, pero no contaba con las libertades políticas necesarias, situación que inquietaba a Perón.
Café Filho, nacido en Natal, en el norte del Brasil, llegó a Córdoba con la bienvenida de un espontáneo comité de recepción, entre cuyos componentes se contaban personalidades como Jaime Firstater, Enrique Ross Escobar, Esteban Félix Amuchástegui, Adelmo Montenegro –luego decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades-, Jorge Orgaz –más tarde rector de la Universidad de Córdoba-, Santiago Monserrat, Marcos Marcovich, José León Chercoles, Sergio Mayor. Miguel Ávila –prestigioso dirigente socialista-, René Ávila –conocido periodista-, Ricardo Vizcaya –antiguo socio de Deodoro- y Salomón Roitman, para mencionar algunos de los más recordables.
Después del suicidio de Getúlio Vargas, Café Filho –entre 1954 y 1955- iba ser el primer presidente protestante de Brasil, ya que religiosamente se había formado en la Iglesia Presbiteriana de Natal; pero, además, se lo vinculaba con la francomasonería, tachas ambas altamente inquietantes para mucha gente.
Café Filho arribó a la necrópolis en automóvil conducido por el doctor Gumersindo Sayago –uno de los líderes del movimiento de 1918-, a quien acompañaba su cuñado, el doctor Pedro Senestrari, de recordada actuación médica en el Hospital Italiano,
Lo cierto es que, en plena realización del acto de respeto a la figura de Deodoro, irrumpió la policía en actitud nada condescendiente y de inmediato se produce el desbande general por sobre el pisoteo de tumbas y el roce de cruces.
Café Filho busca refugio en el vehículo de Sayago y escapan con ligereza por el portalón de la calle Monseñor De Andrea, no deteniéndose hasta Villa Allende, donde el doctor Gregorio N. Martínez, presidente fundador del Club Universitario, les dio seguro refugio.
Luego llegaron las disculpas y los lamentos protocolares; pero, al parecer, los dioses manes no sólo eran patrimonio de la creencias romanas. Deodoro también tuvo su digna y agitada evocación.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera