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Dos gestos de un grande: Dalmacio Vélez Sársfield

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La humildad de un gran jurista: aun en la distancia y a pesar del paso del tiempo, nunca olvidó sus orígenes académicos.

Por Luis R. Carranza Torres

Poco ejerció el derecho en Córdoba Dalmacio Vélez Sársfield. Apenas su práctica, como culminación de sus estudios y paso necesario para su habilitación profesional, en el despacho del entonces asesor de Gobierno, doctor Dámaso Gigena. Corría el 1820 y con sólo dos décadas de edad había concluido sus estudios de bachiller en Derecho Canónico y Derecho Civil en la facultad del ramo de nuestra Universidad Nacional de Córdoba.

Ut portet nomen meum coram gentibus. Para que lleven mi nombre al corazón de la humanidad. El lema de la universidad se aplica plenamente a su vida. Luego de ser aquí en Córdoba estudiante, será profesor de Economía política en la Universidad de Buenos Aires y ejercerá como abogado tanto en la perla del Plata como en Montevideo.

Su actuar profesional, doctrinario y político no lo llevó a cabo en nuestras tierras. Nunca más, luego de egresar como estudiante, volvió a ocupar cargo alguno en nuestra universidad. Pero tal circunstancia, y el llevar adelante su vida en otros sitios, nunca debilitaron los lazos espirituales que le unían a su universidad.

Ramón J. Cárcano rememora en su libro Mis primeros ochenta años una anécdota de sus años universitarios, que pinta al completo ese sentimiento de Vélez Sársfield.

De paso por Córdoba, ya sancionado su Código Civil y ya habiéndose “nacionalizado” su universidad, es visitado en donde se hospeda por numerosos estudiantes de Derecho que, con el desembozo propio de tal condición, le piden recibir una lección sobre el Código por el autor mismo.

Vélez prometió retribuir la visita con lo solicitado en la misma universidad. Es así que el día fijado para la disertación, llegó más temprano, advirtiendo que en el aula donde se hallaban muchos de sus invitantes se estaba desarrollando la clase de Derecho civil del Dr. Rafael García, titular del ramo.

Se trataba de un amplio cuarto de techo abovedado, con ventanas rectangulares hasta casi los techos, una de cuyas paredes daba a la calle. El alumnado se ubicaba en largas banquetas de madera de cedro arrimadas a la pared. En un testero se erigía la cátedra del profesor.

Apenas percibida su presencia, se paralizó la clase. Vélez, quien se hallaba en el pináculo de la consideración intelectual y jurídica de sus conciudadanos, pidió permiso al docente antes de poner un pie en el recinto. El doctor García descendió entonces de su cátedra, fue hasta la puerta a saludarlo y lo invitó a seguir la clase en su reemplazo.

Vélez se negó a ello, expresándole que si había entrado era sólo para oír y aprender. Fueron sus palabras: “Señor profesor, le ruego que continúe su conferencia. De otra manera yo me voy”. Acto seguido, procedió a sentarse en un banco, como un alumno más, y el Dr. García volvió a ocupar su cátedra y reanudar la lección.

El tema trataba sobre las normas civiles referidas al matrimonio. A su término, cuando García bajó de la cátedra, se adelantó Vélez para felicitarle y, dirigiéndose a los alumnos, se excusó de agregar nada más a lo dicho. “El Código ya tiene su gran intérprete, hasta hoy insuperable.

Felices ustedes, jóvenes, que aprovechan la enseñanza de un maestro sabio”, les dijo. Su negativa a disertar tenía una arista poco conocida: creía firmemente que Rafael García era superior doctrinariamente a él. Más aún, entendía que debía haber sido quien encarara el código.

Pero don Rafael siempre estuvo lejos de Buenos Aires, en todos los sentidos. Para el centralismo laicisista de Mitre y Sarmiento, un federal y católico como García era el último ser a quien le hubiesen procurado el encargue.

No fue el único gesto de lealtad intelectual para con su universidad y su gente. Conservó a lo largo de los años esa lealtad al recuerdo de su Alma Mater. La última y póstuma prueba de ello es la donación de la totalidad de su biblioteca, que efectuaron a su muerte sus hijos el 20 de diciembre de 1883, realizando una voluntad del propio jurista, quien les repetía con frecuencia que era su ánimo “… dejar a la Universidad de Córdoba, como muestra de su gratitud por los beneficios que de su enseñanza recibió, los libros que poseía y que formaron su biblioteca…”. La que constaba al momento de fallecer, no sólo de 1.945 volúmenes sino que también ella comprendía, como joya única de nuestra literatura jurídica, las 3.304 hojas manuscritas en que bosquejó el Código Civil Argentino.

Los libros fueron integrados a la Biblioteca Mayor de la universidad y, respecto de los manuscritos del código, se los ubicó en un templete que lleva su nombre, inaugurado el 14 de septiembre de 1935, construido especialmente para su guarda.

Un ámbito recoleto, casi monacal, de esta biblioteca que resulta un templo al decir del Dr. Humberto Vázquez. Obligada visita de sucesivas generaciones de estudiantes de derecho que hemos asistido a los claustros de Trejo. El cual tiene la particularidad de que, al levantar la vista, luego de contemplar los originales del código puestos en sus vitrinas, con admiración, curiosidad o ambas, uno se percata de estar bajo la mirada desde el mármol que nos prodiga el busto del codificador, regalo del Senado de la Nación, que fue realizado por el escultor italiano Camilo Romairone.

Lamentablemente, la piedra no deja apreciar, por su mismo carácter majestuoso, la humildad de ese gigante intelectual quien, sin importar sus logros, nunca dejó de ser consciente de sus orígenes.

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