Por Alicia Migliore (*)
Las mujeres afganas iniciaron una campaña con la consigna “¿Dónde está mi nombre?”. Se difunde por las redes con un video que atraviesa el alma: indocumentadas, ni siquiera se consignan sus nombres en las lápidas que las cubren.
Sus maridos se refieren a ellas como “la madre de mis hijos”, reduciendo su existencia a una función meramente reproductiva; o lo que resulta aún más humillante, como se avergüenzan de nombrarlas en público, las llaman “mi cabra”.
Está tan naturalizada esta despersonalización en la sociedad afgana que en las recetas médicas de las mujeres, para no registrar su nombre, se alude a su función señalada “madre de”.
Cada reclamo por derechos incumplidos comienza tímidamente por aquellas que descubren su carencia y, despacio, van logrando voluntades que revisan la realidad desde otra perspectiva y se suman en procura de esa justicia reparadora.
Las mujeres afganas no están solas: hombres de mentes amplias y corazón feminista, abiertos a la construcción de nuevas masculinidades, apoyan este reclamo y ponen cara y cuerpo al cartel que demanda públicamente esa identidad desaparecida.
Claro, hablamos de identidad, porque borrar el nombre de una persona es técnicamente desaparecerla. Desde el punto de vista jurídico, el nombre es un atributo de la personalidad, con un doble carácter de derecho y de deber: derecho a la identidad y deber de identificación frente al Estado.
Un Estado organizado procura (y debe) tener registrados a sus ciudadanos. Es conocida la historia de los enrolados al tiempo del servicio militar, realidad con algo de mito, que indica que muchos fueron inscriptos e identificados con una edad aproximada porque carecían de existencia legal en el padrón general.
Otros tiempos, otras realidades, puede suponerse. Suposición que se demorona cuando se investiga la cantidad de personas indocumentadas que viven en nuestro país, aquí y ahora. Se suman factores educativos, sociales y económicos por parte de aquellos que infringen la normativa omitiendo inscripciones y actualizaciones de documentos personales. Y hay una ineficacia ostensible en ese Estado que carece de registro de seres tan vulnerables como son los niños quienes, al ser indocumentados, escapan de toda previsión social y permanecen al margen de controles de salud y acceso a sus derechos básicos.
Puede suponerse que se trata de una afirmación temeraria, por cuanto las estadísticas generalmente omiten estos datos, porque se trata de realidades ocultas o invisibilizadas intencionalmente, por ambos extremos: sus autores porque eluden sanciones y el Estado porque ignora su negligencia. Sin embargo, siempre existen sectores comprometidos que llevan estas estadísticas prohibidas: lo hemos visto en el reciente debate de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, y todos los que querían tapar el sol con un dedo quedaron estremecidos, aunque disimularan.
El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina abordó la investigación sobre ciudadanos indocumentados y concluyó, en 2013, que había 168.000 sin documentos, considerando sólo a los niños menores de 17 años.
Aunque resulte innecesario, señalaremos que esas personas desposeídas de identidad pertenecen a sectores altamente vulnerables, castigados por todas las exclusiones, marginalidad, pobreza e ignorancia. No encontraremos en esa situación de desamparo a ningún heredero distinguido.
Y al hablar de esa lesión de la identidad volveremos a las mujeres, las afganas y las nuestras, las occidentales y las más cercanas. Las que vieron diluirse su identidad propia, en forma paulatina, hasta desaparecer de la memoria colectiva.
Aclararemos de qué hablamos, antes de sufrir descalificación por feminismo extremo (modo tan sencillo y frecuente de neutralizar a los voceros de noticias indeseadas).
La Enciclopedia Jurídica Omeba nos ilustra: el nombre incluye el nombre propiamente dicho, bautismal o de pila, llamado prenombre, que distingue al individuo dentro de la familia, y el apellido común a la familia.
No se nos representan casos en los que los varones hayan perdido o modificado sus nombres, por lo cual no negamos que puedan existir -y agradeceremos se nos informe-. En cambio, aun en la actualidad vemos mujeres que se autodenominan con su nombre de pila seguido del apellido de casada, o peor aún: las que enviudaron y son más solemnes, indican su nombre bautismal precediendo a la expresión “viuda de”. Están un paso atrás de las afganas: perdieron el nombre que las hacía pertenecer a su familia de origen y no lo reivindican porque el mandato, el uso y la costumbre les hizo resignarlo hasta que perdiera valor, al caer en desuso.
Cuando se analiza la evolución del nombre en el derecho argentino se advierte que la mujer casada no tenía obligación de usar el apellido de su marido precedido de la preposición “de”; sin embargo, el mandato social imponía como destino ineludible el matrimonio. Se consideraban fracasadas y se marginaba a quienes se mantenían solteras, llamándolas “solteronas”, y el título de “señorita” sonaba a condenada.
Volviendo a ese apellido de casada que la mujer podía agregar al propio, que los tratadistas llaman costumbre (derivada de la cultura española) o facultad lícita, advertiremos de que los mismos tratadistas devenidos en jueces consideraban injuria grave y causal de divorcio la negativa infundada de la mujer a esa adición del apellido marital. Obviamente, no era una decisión libre de las mujeres sino una imposición social respaldada por una justicia machista.
Cuando se agudiza esta mirada con perspectiva de género se encuentran muchas e inadvertidas situaciones en ls que la mujer es despojada de su identidad.
He leído un trabajo encantador, que investiga la historia local de un pueblo de Córdoba. Se rescata allí el trabajo desinteresado llevado a cabo por diez mujeres. Un historiador serio, miembro de la Junta Provincial de Historia, investiga la obra de una entidad fundada en 1906, la Sociedad Obra Pía de San Antonio del Pan para los Pobres. Tenía objetivos sociales y espirituales y sus únicas integrantes activas, diez mujeres, advierten de la necesidad de contar con un hospital… ¡y lo llevan a cabo en 1913!
Durante 40 años, el Hospital de La Carlota fue sostenido por este grupo femenino. El profesor Alberto Abecasis las rescata: logra identificar a Celina Ortiz, Evarista Arce, Florinda Benítez, Leonor Armeñanzas, Marie Cavaignac, Luisa Smart de Ross, señoritas argentinas, y una norteamericana feminista, pero consigue menos precisiones cuando cita a Rosa M. de Cabanillas, Ramona F. de Cuello, María E. de Lespada, Cenobia V. de Tejada, Rosario G. de Avaca, Margarita de Henderson y Margarita de Todd, señoras argentinas y norteamericana e inglesa, respectivamente, las dos últimas.
Las anglosajonas integraban la Comisión de Eventos. Sobre trece, vemos que la mayoría perdió su apellido de origen.
Sí, podrá decir que eso ocurría en el siglo XX. Y será una falacia. Hace poco tiempo se emplazó el cuadro de la primera mujer entre los próceres partidarios de la Unión Cívica Radical, María Teresa Merciadri de Morini. Cuando se la menciona como la doctora Morini se la reduce a dos circunstancias de su vida: sus estudios universitarios y su matrimonio, pero se la priva de su identidad.
Algo similar ocurre con Madame Curie o Marie Curie, cuyo nombre era Marya Salomea Sklodowska, y su apodo Manya. Necesitó desaparecer y subsumirse en la figura de Pierre para lograr su reconocimiento en dos premios Nobel y su destino último en el Panteón de París.
¿Dónde quedó Adeline Virginia Stephen sino oculta bajo el nombre de Virginia Woolf? El apellido de su amor, su colaborador, editor y marido desaparecieron la identidad de la feminista.
¿Acaso alguien cree que Eva Duarte, luego de su lucha por desplazar el incompleto Ibarguren, admitiría limitar su identidad a su nombre de pila y el apellido de su marido?
Creemos que el amor no debe sepultar la identidad. Antes bien, debe nutrirla, como en el caso de Simone de Beauvoir y su eterno romance con Jean Paul Sartre, respetando y promoviendo, recíprocamente, sus brillos singulares.