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Donde flamea la bandera

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Por José Emilio Ortega (*)

El barrio de Carrasco nació entre médanos. Debe su nombre a Salvador Sebastián Carrasco, un tío abuelo del prócer uruguayo José Gervasio Artigas, quien no logró hacer producir al predio y finalmente lo perdió. Emprendedores proyectaron el casino y el barrio, lejos del centro y más allá de la zona industrial. Con la Gran Guerra, muchos posibles inversores no arriesgaron y finalmente la Municipalidad de Montevideo asumió la construcción del Gran Hotel, la urbanización y el balneario. Todos los pioneros serían recordados en espacios públicos y avenidas del distrito.
No dejamos de sorprendernos en un grandioso atardecer, repasando esa costa dorada donde montevideanos de todos los rumbos se dejan estar, mientras nos adentramos en el racimo de residencias confortables pero frugales. La que nos interesa -la del expresidente uruguayo, Luis Alberto Lacalle Herrera-, sólo se distingue del resto por la bandera que flamea.

La figura y sus razones
Impacta su presencia patricia, que resume más de dos siglos de vigencia familiar en el Río de la Plata. En el living de la casa lucen, enmarcados, los cordones utilizados en la Guerra del Brasil por su tatarabuelo. A su lado, un óleo del hogar de Luis Alberto de Herrera, su abuelo: una quinta arbolada cercana al Prado, hoy museo nacional. “Está bien conservada”, aclara con satisfacción.
No tenemos tanto tiempo y procuro ir al grano en la primera pregunta. Sin señalármelo, en su respuesta advierto el error sobre la intención de brevedad. Haremos un repaso extenso de la historia del país “que nació a pesar de sus vecinos”, en la que los Herrera han tenido protagonismo: en los sitios de Montevideo, las batallas que coronan con Ituzaingó, las guerras Grande y de la Triple Alianza -su bisabuelo Juan José fue canciller del presidente Berro-, o en el convulsionado inicio de siglo, con movimientos revolucionarios que culminaron con la “Paz de Aceguá” y el inicio de otra etapa para Uruguay.
Volvemos a su abuelo. Abogado, periodista e historiador, fundó su primer comité en 1896, combatió junto a Aparicio Saravia en 1904, trabajó en la legación uruguaya de Estados Unidos -y lo contó en un magnífico libro-; para transformarse en un gran animador de la política del país hasta su muerte, en 1959.

Afirma Lacalle: “El Partido Nacional -Blanco- tuvo especial cuidado de no entrometerse en las querellas de sus vecinos. No intervino en asuntos de la Argentina o el Brasil y rechazó las pretensiones de éstos sobre nuestro país. Históricamente fue nacionalista y localista”. Y eso nos lleva a la actuación de Herrera en los años 30 y 40, sus convicciones neutralistas “que nada tenían que ver con simpatías hacia los países del Eje”, el rechazo a la pretensión norteamericana de instalar una base militar en Uruguay en 1941 -que fracasó en el Senado por intervención de Luis Alberto de Herrera-. Este hecho el ex presidente lo considera un mojón histórico regional lamentablemente “poco conocido en Argentina”.
También recorremos el acercamiento con Juan D. Perón en esos años. Lacalle es enérgico en destacar que no hubo entre ellos un vínculo político organizado. “Mi abuelo conoció a Perón recién en 1952, en el velorio de Eva. Se decidió a viajar -lo hizo con una delegación del Partido Nacional- para manifestar solidaridad con el presidente argentino, demostrarle que no todo el Uruguay lo rechazaba. Cuando el golpe de 1955, Herrera sentenció: ‘En qué lío se han metido los argentinos’, y no se equivocó”.

No obstante, hubo entre ambos una empatía, profundizada por dirigentes como el luego presidente oriental Eduardo Víctor Haedo. “Uno de los lugartenientes de mi abuelo”, acota Lacalle. Aporta que luego de la decisión de Perdro Aramburu e Isaac Rojas de eliminar a quienes participaron de la insurrección liderada por el general Valle (1956), frente a la pasividad de la dirigencia uruguaya, Herrera protestó: “Pensé que en América se había terminado eso de fusilar al vencido”.
Eran tiempos en los que Uruguay volvió a ensayar la fórmula colegiada, con un Ejecutivo de nueve miembros que incorporaba a la minoría opositora, desde la cual el Partido Nacional comienza a construir su gran triunfo de 1958. Aunque habrá dirigentes que desconocerán el esfuerzo del caudillo en aquella última campaña de su vida. Los anima la influencia norteamericana: antiguas vendettas. “Fueron duros sus últimos meses”, nos cuenta Lacalle Herrera, y compartimos su emoción.

Lecciones aprendidas
Luis Alberto Lacalle acompañó a su abuelo en su último discurso: “Estaba dispuesto a empezar de nuevo”. Semanas después, Herrera falleció y el vacío fue un obligatorio recomienzo para todos. En tanto en América, la Revolución Cubana que Lacalle juzga inicialmente “equidistante” puso en marcha “un orden leninista y estalinista integral”, disparando un nuevo tiempo.
En ese momento Uruguay acusa esas tensiones y los gobiernos blancos transcurren en un degradé: “El primero, fue excepcional, al segundo lo arrasó la crisis internacional”, nos dice el expresidente.
El fin de la experiencia colegiada coincidió con la escalada terrorista. Sobrevienen gobiernos autoritarios; un “motín militar” -así lo califica- clausura el parlamento en 1973 e inaugura “12 años de dictadura”. ¿Cómo salir? El camino estaba marcado: “En Uruguay se llama ‘votar”, asegura Lacalle, y destaca que los partidos políticos salvaron el país.
Fue el turno de una nueva generación de dirigentes, formada al calor de los intensos ciclos anteriores. En la alternancia, la ciudadanía les brindaría la oportunidad de gobernar: colorados como Julio Sanguinetti o Jorge Batlle -“a quien yo, desde mi partido, ayudé a llegar a la Presidencia en 2000, haciendo campaña en la segunda vuelta”-, blancos como él mismo, frenteamplistas como Tabaré Vázquez e incluso quienes en los 70 empuñaron las armas, como José Mujica.

Lacalle gobernó entre 1991 y 1995. Un integrante de ese gabinete nos señala su característica de hombre de acción, preocupado por los detalles, capaz -como pocos antes que él- de poner sobre la mesa los problemas más importantes del país e intentar soluciones. Impulsó reformas para un Estado sobredimensionado -aunque tuvo que archivarlas- y apoyó el fin del sistema de doble voto simultáneo o “ley de lemas”, la que considera “una gran ortopedia”.
Le aconsejaban no hacerlo pues “el doble voto (por el partido primero y el candidato después) aumentaba mis chances de ser presidente otra vez tras un intervalo -Uruguay no tiene reelección inmediata-; pero había que terminar con ese sistema”, afirmó.
Destaca las “coincidencias espontáneas” que fluían entre líderes de países sudamericanos que vivían la transición democrática. Muchas amistades se forjaron en los balnearios del este. “Aquí venían figuras de todos los partidos”, explica.
Esa red de relaciones facilitó la firma del Tratado de Asunción, base del Mercosur, al que Lacalle decidió apoyar después de recorrer el país, reunirse con todo el arco político e intercambiar opiniones con los actores del mundo económico. Lo fundamenta: “Uruguay podía transformarse en una gran zona franca o espacio de libre comercio, pero privilegiamos el vínculo con Argentina y Brasil. Nosotros sumamos a Paraguay: era la línea ‘Asunción-Montevideo’ de Herrera” -quien es muy valorado en Paraguay por la defensa histórica y política de ese país-.

Considera que la actitud de Hugo Chávez “destruyó” aquel proceso, que gradualmente dejó de ser “un club de Estados, para ser un club de gobiernos”. Señala responsabilidades de Lula da Silva -por omisión- y de Néstor Kirchner porque “no tenía relaciones” con Uruguay. Lacalle destaca que el Mercosur está actualmente “sobredimensionado” y anuncia un nuevo libro de su autoría sobre el tema.
Cuando va llegando la hora de la afectuosa despedida, ordenamos algunas notas mentales. Lacalle Herrera nos enseña cómo se debe vivir una trayectoria pública, cómo deben asumirse las responsabilidades de Estado y gobierno, cómo deben plantearse los debates públicos.
Señala sus victorias, sin esconder las derrotas.
Lo vuelvo a mirar, alzando la mano, erguido bajo el portón, con la bandera detrás que no deja de ondular.
Claridad y sencillez no excluyen profundidad.

(*) Docente, UNC

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