En América Latina, aún está lejos de cerrarse la disputa entre dos conceptos que los países toman como antagónicos: el autoabastecimiento energético y la pérdida de soberanía que supone todo proceso de integración.
Por Hugo Altomonte* – Exclusivo para Comercio y Justicia
América Latina y el Caribe enfrentan una creciente demanda de energía impulsada por factores exógenos, es decir, dependientes del mercado mundial, y endógenos, como la inclusión social, la industrialización y mayores centros urbanos. Se calcula que en las próximas dos décadas necesitará adicionar a la demanda actual no menos de dos millones de barriles de petróleo por día, 200 millones de m3/día de gas natural y 1.700 TWh (teravatios hora) de energía eléctrica.
Junto con esta presión deberán también hacer frente a desafíos en los diversos ejes del desarrollo sostenible, así como a las necesidades de una planificación de la oferta e inversión energética a mediano y largo plazo.
Es indispensable revertir la tendencia declinante de las relaciones reserva-producción en hidrocarburos de la mayoría de los países productores, con excepción de Venezuela y de Brasil, en caso de que en este último se certifiquen las reservas del yacimiento llamado Pre-Sal. También es fundamental restituir la capacidad de refinación regional con inversiones que alteren el actual déficit de derivados de petróleo intermedios, dado el crecimiento de la demanda por causa de un doble componente: el vertiginoso aumento del parque automotor y su dependencia cada vez mayor del combustible diésel.
Si bien la región produce energía mediante una matriz relativamente limpia, por cuanto 25% de la oferta total es renovable, lo hace principalmente por el aporte de la hidroelectricidad de gran porte y de la biomasa, siendo marginal la producción de las energías renovables no convencionales como la geotérmica, solar y eólica.
En relación con el promedio mundial, la región emite bajos niveles de gases de efecto invernadero en términos relativos y absolutos. En los últimos veinte años, se observa además un leve desacople de las emisiones respecto del consumo energético (3% de disminución en las emisiones de CO2 por unidad de consumo final). Esto se dio, en parte, por un amplio proceso de electrificación, penetración del gas natural y avances en la eficiencia energética.
Sin embargo, la inserción de América Latina y el Caribe en la economía internacional futura puede depender de los avances que logren en la aceptación de sus productos, que deben adaptarse a normas ambientales restrictivas que impongan los mercados mundiales, en particular los países desarrollados.
Es de esperar que la región continúe siendo receptora de tecnologías vinculadas al paradigma del desarrollo sostenible. Para ello deberá estar preparada para adaptarlas y establecer al mismo tiempo estrategias claras respecto de la matriz energética deseable según su disponibilidad de recursos naturales, técnicos y financieros.
La introducción y difusión de energías renovables no convencionales -que forman parte del paradigma de desarrollo sostenible y se han transformado en uno de los motores económicos de los países desarrollados- deben ser contempladas en América Latina y el Caribe como oportunidades de desarrollo, siempre y cuando, contribuyan a crear nuevas cadenas productivas, valor agregado y mejoras en el posicionamiento regional frente a la economía global.
Sin embargo, no puede negarse que ello constituiría también una sobrecarga sobre las necesidades de financiamiento que compiten con otros fines prioritarios (gasto público social e inversión), a la vez que pueden tener impactos negativos sobre el costo de la energía. Por esto, el diseño de políticas de precios que incluyan la tributación adecuada con criterios de sustentabilidad resulta fundamental y una tarea pendiente en la región.
La política energética debe ser parte de la política de desarrollo inclusivo, por lo que tiene que converger o estar supeditada a sus objetivos. Desde el eje social se necesitan reformas de las estructuras de precios y tarifarias, y los sistemas de subsidios que satisfagan objetivos de cobertura de costos, equidad, eficiencia y reducción de impactos ambientales negativos. No caben dudas de que en la solución de este balance entre inclusión social y eficiencia de los sistemas energéticos, es fundamental el liderazgo del Estado como planificador, promotor y regulador.
Por otra parte, la integración energética regional puede facilitar el acceso a la energía, optimizar el uso de recursos, contribuir al cuidado del medio ambiente y reducir el costo global de la energía. Para que tenga éxito debe considerar acuerdos de largo plazo y evitar oportunidades de negocios de coyuntura. También debe estar basada en el convencimiento de la importancia de la cooperación y confianza mutuas y garantizar un acceso no discriminatorio a los mercados.
Éstas son condiciones de no fácil cumplimiento. Un debate aún vigente en esta área es que, en la región, está lejos de cerrarse la disputa entre dos conceptos que los países toman como antagónicos: la autarquía o autoabastecimiento energético esbozado en todos los planes, y la pérdida de soberanía que supone el proceso de integración.
* Director de la División de Recursos Naturales e Infraestructura de Cepal