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Delitos y drogas

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Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)

Como nuestros lectores sabrán, el tema de la inseguridad es uno de los que más lugar ha ocupado en nuestra columna. Tal preponderancia no es caprichosa sino que tratamos de reflejar en estas líneas el sentimiento social que genera esta calamidad, la que alcanza a todos los ciudadanos sin distinción de ningún tipo.
Como es fácil de advertir, el aumento de la criminalidad (y de la violencia que trae comprendida) no cesa. Tampoco deja de sorprender y preocupar. Esta situación impulsa una reacción social-institucional que se dirige principalmente a la represión (necesaria, pero post facto), dejándose la prevención en un segundo plano.
Personalmente, creemos que combatir el delito con eficacia implica necesariamente trabajar sobre la prevención y, para ello, es necesario conocer las causas que lo originan. Respecto de dichas causas, sobre las que mucho se ha escrito, no se puede reducirlas a una sola opción, atento estar frente a un fenómeno de múltiples aristas. De allí que centralizarlas en solo un aspecto, a más de un reduccionismo reñido con la lógica elemental, lo único que logra es tener una mirada errónea y muchas veces ideologizada que impide una solución integral del problema.
Sin embargo, esto no debe llevar a postular la existencia de una paridad causal. En dicho universo, uno de los factores que se ha descuidado en los últimos años, y que consideramos una causal indiscutible de primer orden de la criminalidad es el vinculado con los estupefacientes, comprendiendo en este concepto todo el proceso que va desde su producción, comercialización y consumo.
Está claro, hablar de la producción, distribución y comercialización, lleva a delitos específicos de esa actividad. Los que, por lo general, sí son atendidos en nuestro sistema (no discutiremos aquí la eficacia con que se lo hace). Sin embargo, a lo que se le presta poca atención es a las conductas delictivas que se derivan de su consumo; aquellas que se reflejan en la comisión de delitos “comunes”, a los cuales se les suele adjudicar otros factores de origen (por caso, la marginalidad económica).
Precisamente, en relación con este tema, hablábamos días pasados con varios jueces del fuero Penal, quienes compartían con preocupación nuestra inquietud. Justamente uno de ellos nos decía que “antes no era común, salvo por algún imputado, que se consumiera droga. Hoy prácticamente es la regla. Incluso, como se les hace un examen de orina en la detención, empiezan a aumentar las variedades de drogas. Hace unos años era marihuana. Después, la regla era cocaína-marihuana. Y hoy, cada vez más, cocaína-marihuana y pastillas (especialmente benzodiacepinas)”.
Otro de los magistrados nos decía que, según sus observaciones sobre los casos en los que interviene que, “en general, esta situación se da en muchísimos hechos, pero especialmente cuando hay violencia contra la propiedad, ya que roban solo para volver a consumir consumir”. Más allá de su acertada observación, acordábamos también, que si se enfrentara este tema como se debería hacer, se evitarían, además, muchos otros hechos delictivos como homicidios, violencia intrafamiliar e incluso muchos de los producidos por accidentes de tránsito.
Pero la inquietud judicial que recogíamos no sólo se centraba en el consumo sino que se extendía a la falta de políticas públicas para tratar este flagelo. “Nos encontramos con una carencia enorme de instituciones públicas con recursos mínimos y capacidad de tratarlos eficazmente cuando vienen sin recursos”, se nos dijo. A lo que nosotros agregábamos que el obstáculo incluye también a gente con recursos, dada las dificultades legales que existen para tratar las adicciones si no hay “voluntad” del adicto o consumidor. Un recaudo que, pese a resultar un oxímoron, pues si se es adicto la voluntad está cuanto menos reducida o viciada, no deja de aplicarse.
No caben dudas sobre la relación estupefacientes-delito, lo que no significa criminalizar al consumidor o al adicto sino dejar de invisibilizarlo como problemática social; tampoco, respecto a los efectos nocivos que tienen en la salud quien los consume. Por eso no podemos dejar de preguntarnos por qué no se tiene en cuenta este tema a la hora de la elaboración de políticas públicas. ¿Cuánto hace que no hay campañas de prevención? ¿Por qué tal temática casi no se discute ni se trata en las aulas de los colegios por ejemplo? Al contrario, según algunos comunicadores e incluso autoridades, parece que la cuestión se centra en si lo que se consume es un producto de primera línea o se es “marca cuchuflito”; o como se ha escuchado, que debe consumirse “de la buena”.
Este discurso choca no sólo con lo que afirman todos los especialistas en el tema, quienes sostienen que el daño que cualquier droga genera en quien la consume es irrefutable, sino también con la realidad: la enorme cantidad de casos judiciales en los que están siempre presentes los estupefacientes.
Más allá de que celebremos la preocupación compartida con este grupo de magistrados, del Poder Judicial, no deja de llamarnos la atención, el silencio general que existe sobre un tema que es fundamental para nuestra sociedad, no sólo para la seguridad pública sino también para la salud pública; un tema del que seguramente nos ocuparemos en otro momento. Esperemos que para comentar no un agravamiento en la situación como es lo usual sino una buena noticia.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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