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Debate de facciones dentro de las derechas francesas

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Francia no deja de sorprender. En ámbitos académicos y en diversos frentes políticos crece una intensa porfía en torno a la revalorización histórica de Phillipe Pétain, una de las figuras más controversiales de la “grande historia de La France”.

Es una enorme batalla cultural que libra la siempre dispersa derecha gala consigo misma. En contra de lo que denomina “el imperialismo cultural de Europa y Estados Unidos” que, en muchas ocasiones, le ha llevado a patalear en contra de las modas impuestas por británicos, alemanes y estadounidenses.

La derecha francesa reclama por su identidad. Extraña la tozudez del general Charles de Gaulle y la sutil seducción de Georges Pompidou para frenar los embates que sufre la sociedad francesa como ocurrió -cuentan- cuando el resto del mundo cerró sus puertas al talento musical de Silvie Vartan y Johnny Hallyday. Aunque en la intimidad de la facción se los considerara representantes de un arte decadente.

Ésa fue una de las consecuencias de la “americanización” de la política francesa. Comenzó como una reacción febril a los efectos multiplicadores del Mayo Francés. Los monárquicos y conservadores se sintieron extraños y, más allá de sus diferencias, unieron fuerzas.

Recurrieron al viejo recurso de la violencia. La mano de obra contratada fueron los veteranos de Indochina y Argelia, quienes apalearon con prolijidad tanto a izquierdistas e inmigrantes como a homosexuales y turistas.

La noche de París, como en las décadas del 20 y del 30, se llenó de sangre. Después llegaron las SS y el ejército alemán de ocupación.

Resurgieron así los Camelots du Roi, que llenaron de pavor en el Quartier Latin de París. Mientras tanto, retornaban numerosas ligas de extrema derecha en todo el territorio de la República Francesa, que, a imitación de los Jeunesses Patriotes, desfilaban dando vivas al fascismo.

Por allí hay restos activos de Solidarité française y del Francisme con extrañas formas de financiamiento ligadas a grupos empresariales neonazis que, al parecer, también están detrás de los Chalecos Amarillos.

O al menos algunas de sus cabezas visibles, como Laëtitia Dewalle, Éric Drouet, Ingrid Levavasseur, Priscillia Ludosky, Jacline Mouraud, Maxime Nicolle y Hayk Shahinyan, entre otros.

Así volvieron a los escaparates los textos sobresalientes de Action Française, de Charles Maurras, que impregnó -otra vez- a la sociedad de un intenso antisemitismo.

Gesto que permitió que en las nuevas generaciones de conservadores resurgiera la idea de que los judíos eran el epítome del cosmopolitismo que “corroe los valores de la nación” francesa, basada para ellos en la pureza étnica y la obediencia clerical.

Hoy Action Française opera bajo la denominación de Centre Royaliste d’Action Française (CRAF), que tiene un cierto perfume promonárquico.

Es oportuno recordar algunas cifras. El 16 de julio de 1942, por orden de Philippe Pétain, 13.000 judíos -incluidos 4.000 niños- fueron detenidos en una redada en París y deportados a los campos de exterminio. Solo 30 sobrevivieron.

De los 350.000 judíos que vivían en Francia en 1939, 76.000 hicieron ese mismo viaje, del que solo 2.500 regresaron.

En 1995, el presidente Jacques Chirac admitió en un discurso solemne que Francia “faltó a su palabra y entregó a los verdugos a sus protegidos. Con ellos mantenemos una deuda imprescriptible”.

Nicolás Sarkozy, al verse rodeado por escándalos que jaquearon su gestión, pretendió escudarse en su matrimonio con Carla Bruni e intervenir en el sistema bibliotecológico francés. Intentó vaciar sus anaqueles para impedir que los lectores tuvieran contacto con cualquier pensamiento disidente.

De allí a la persecución política hay un corto trecho. Un paso que trae consigo la cárcel para aquellos que se atreven a levantar la voz a pesar del clima represivo que intentó implantar sacando del arcón del terror antiguos decretos infamantes firmados por Phillipe Pétain.

También cerró los ojos -como la mayoría de los franceses- ante la persecución de los inmigrantes. En especial los pertenecientes a las comunidades judías magrebíes, que existían en Francia muchos siglos antes de la llegada de los sefardíes expulsados de la Península Ibérica en 1492.

Ésta es apenas una aproximación a la tragedia que viven los inmigrantes empobrecidos. Como la de aquellos otros que han sido “favorecidos por la diosa fortuna” y viven en barrios de clase media.

Todos ellos, como ocurre en el resto del mundo, son observados por un sistema de control social basado en la delación, que se extiende a todas las minorías raciales a las que se tortura y asesina con la complicidad de una sociedad esencialmente racista. Un complot antisemita partió a Francia en dos fracciones irreconciliables. Se había encarcelado y condenado al capitán Alfred Dreyfus -acusado de espionaje para Alemania-, quien fue degradado en una humillante ceremonia en la que fue desprovisto de todas sus insignias militares y se rompió su sable de oficial.

A casi 60 años de la independencia de Argelia, después de firmarse los acuerdos de Evian, la derecha francesa nunca se ha disculpado por los crímenes de guerra que se cometieron en esa horrenda guerra que puso fin a 132 años de colonización, si bien, por este tiempo, el presidente Emmanuel Macron promueve una «reconciliación de memorias”.

París dejó abandonados a su suerte a los ex soldados franceses y legionarios que apoyaban a la Argelia colonial, conocidos por el nombre de harkis. Igual comportamiento tuvo la última dictadura militar argentina para con los veteranos de la Guerra del Atlántico Sur.

La batalla ideológica que tratamos de reseñar se profundiza de cotidiano. El presidente Macron, en las últimas elecciones presidenciales, tuvo que aferrarse al capital simbólico de la V República para vencer a Marine Le Pen.

Las derechas francesas acusaron a Macron de hacer un uso electoral del funeral de Jean-Paul Belmondo en el Patio de Honor del Hôtel National des Invalides -Los Inválidos-. Advirtió, además, de que ése era un escenario solemne reservado históricamente para resguardar las glorias militares. Allí está la tumba de Napoleón Bonaparte.

La pelea poselectoral tiene otros condimentos. Los seguidores de Marine Le Pen acusan al gobierno de haber facilitado la candidatura presidencial de Éric Zemmour con la intención de dividir el voto ultraderechista.

Vale recordar que Zemmour es un reconocido periodista político, escritor y polemista que se autoproclama heredero político de Napoleón y Charles de Gaulle; enemigo de la inmigración, contrario a la presencia del Islam en Francia y “defensor la identidad nacional de la Francia Inmortal”. 

En uno de sus más polémicos discursos Zemmour advirtió de que  Francia está en “peligro de muerte, subvertida por oleadas inmigratorias que han convertido partes enteras del país en enclaves islamistas”.

Como siempre ocurre, el extremismo de derechas a veces solo necesita una cierta pátina intelectual para legitimarse.

Zemmour lo ha conseguido sin esfuerzo, obligando a sus antiguos aliados y al resto del espectro político y académico a replantear sus estrategias. Mucho más cuando su discurso recurre a ciertos valores que define como tradicionales y dice detestar: “el feminismo, el antirracismo y la ideología gay”.

A contracorriente del revisionismo histórico anticolonial que recorre el mundo, Zemmour aplaude la conquista de Argelia en 1830 porque expandió el imperio colonial francés y liberó a bereberes y judíos del yugo árabe.

Desde los tiempos de la Alianza Israelita Universal -fundada en París en 1860 por un grupo de judíos franceses para financiar programas educativos en las comunidades sefardíes de los Balcanes, Oriente Próximo y África del Norte-, los judíos argelinos se hicieron intensamente franceses.

Jean Daniel, Bernard-Henri Lévy y Jacques Attali fueron ejemplos claros del comportamiento ideológico de un “judío antisemita”.

Los elementos primarios de la polémica están servidos. ¿Influirá, quizás, esta cuestión en nuestra política de Pago Chico?..

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