Por Roberto A. Ferrero (*)
El 5 de enero de 1876, el ilustre crítico e historiador de la literatura Juan María Gutiérrez dirigía una tan respetuosa como firme carta al Secretario de la Real Academia de la Lengua. en ella renunciaba al nombramiento de corresponsal extranjero en Argentina de dicha institución.
Lo hacía porque -argumentaba- el artículo 1° del Reglamento de la Academia establecía que su objetivo era “cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana”, obligación ésta imposible de cumplir en nuestro país, donde el cosmopolitismo de la inmigración y las influencias europeas “nos inhabilitan para intentar siquiera la inmovilidad de la lengua nacional en que se escriben nuestros numerosos periódicos, se dictan y discuten nuestras leyes y es vehículo para comunicarnos”.
Sin peligro de que estas influencias degeneraran nuestro idioma a la categoría de “jerga indigna de los países civilizados”, Gutiérrez advertía sobre que, no obstante, ser el castellano la base de nuestra lengua comúnmente hablada y escrita, las peculiaridades de nuestro país -y podría decirse de Latinoamérica toda- impedían adoptar sin más la tutela de las vestales guardadoras de la pureza del castellano.
Incluso, con gran escándalo y exageración, en su libro Idioma nacional de los argentinos Luciano Abeille planteaba en 1900 que la lengua de los argentinos ya estaba dejando de ser el castellano, aun cuando no era propiamente un idioma distinto porque estaba aún en evolución creadora.
El gran escritor cubano Juan Marinello no creía en una independencia total de nuestras lenguas castellanas ni en la resurrección de las lenguas indígenas sino en la independencia idiomática que nos vendría de “labrar con manos propias los fierros de la prisión, no de caer en prisión más estrecha y oscura, transformado la entraña idiomática con golpe americano”.
Pero la idea de la independencia idiomática, de una personalidad nacional dentro de la lengua madre, venía desde lejos. Podría decirse que arrancaba con José Esteban Echeverría y seguía con Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Alberdi reconocía que en España y América el idioma era mismo en el fondo y decía: “Pero las más profundas e inevitables modificaciones harán que, sin dejar de ser el mismo idioma, admitan sus dos modos de ser manejados y practicados”.
Esas polémicas pasaron, la tentativa de la academia de imponer una hegemonía paralizante fracasó. Se volvió más flexible con los años y admitió, mediante su castellanización, términos provenientes de otras instancias lingüísticas.
Pero hoy aparecen otras objeciones contra el idioma que usamos, formuladas no desde el lugar que reivindica la autonomía relativa del mismo sino desde uno anacrónico y antihistórico: el de las lenguas aborígenes. Desde aquí se denuncia al español como “el idioma de los gobiernos y del poder”, estableciendo que los asistentes al próximo Congreso Internacional de la Lengua Española “vienen a reconfirmar el carácter hegemónico de su idioma en esta zona del mundo”. Dejando de lado la incongruencia de que los denunciadores cuestionan la vigencia del español ¡en español!, es de señalar la falsedad de sostener que es el idioma de los gobiernos y del poder.
En realidad, es mucho más que eso: es el castellano, no es el inglés de la India en tiempos de Gandhi sino la lengua que hablan -fuera del poder- millones y millones de latinoamericanos. Por lo demás, no fue impuesto en América por la fuerza.
El desarrollo de nuevos modos de producción y las relaciones comerciales penetrando las viejas formaciones de los pueblos originarios durante siglos obligaron a sus integrantes a aprender el español para poder integrarse a la sociedad global y no quedar encapsulados en esos ghettos aborígenes que tanto defienden sociólogos y antropólogos europeos para poder estudiarlos en sus tesis doctorales. De manera que, siendo el lenguaje de 95% de los hablantes de esta “raza cósmica” vasconceliana de América hispanoparlante, mal se puede hablar de una “hegemonía”, que implica siempre una subordinación de una mayoría por una minoría dominante.
Finalmente, tal tesitura indigenista implica una deleznable posición balcanizadora, porque el español dio unidad, consistencia y espíritu a una civilización sobreviniente -la latinoamericana- en un espacio geográfico que hasta entonces no era más que un continente sin nombre, poblado de miles de parcialidades que no se conocían entre sí y menos se reconocían como parte de una gran nación (inconclusa), como es actualmente Latinoamérica, más allá de la falacia de una Abya-Yala que nunca existió como entidad real. Las lenguas nativas merecen respeto y autonomía, pero no supremacía.
En este siglo de expansión agresiva y avasalladora del american way of life en alas del capitalismo noroccidental, la hegemonía en ciernes que debe preocuparnos es la que trata -y tratará en medida aún mayor- de imponer la lengua inglesa, con su pretensión de universalidad como si fuera el latín de los tiempos contemporáneos.
Bien está que nuevos descubrimientos o inventos en electrónica, biología, robótica, etcétera se denominen con términos del inglés hasta tanto se castellanicen, pero ¿por qué sustituir palabras que designan objetos o situaciones perfectamente conocidos? ¿Qué necesidad hay de decir for sale cuando existe la frase “se vende”, o anunciar en una vidriera “20% off”, cuando podemos escribir “descuentos de 20%”?
Se dirá que es una moda, o una expresión de snobismo. Pero ¡cuidado! la moda y el snobismo son ellas también unas puertas de entrada abiertas al invasor.
Sin una política de Estado de defensa de nuestra cultura y nuestra lengua, como la que practicó el primer peronismo -claro que con excesos, ya que también se opuso al lunfardo, que es una auténtica creación nacional-porteña- el hispanoparlante, que es también un radioescucha, un televidente y un lector, está indefenso ante la ofensiva mediática que vehiculiza la expansión de la lengua anglosajona.
¿Seremos en América unas nuevas Islas Filipinas, donde 70 años de dominio estadounidense hicieron que el inglés desplazara a un lugar secundario al castellano y bastardeara el sonoro idioma de los filipinos, el tagalo?
¿Será ese nuestro destino? El destino no existe como entidad ajena, independiente e incontrastable. Es una creación de nuestras manos y de nosotros depende como ha de ser.
(*) Ex presidente de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.
Investigador invitado del Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina (Indeal) de la UBA.