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De pintores pardos y morenos

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El camino de los esclavos pasó por Córdoba, dejando huellas de todo tipo. La colección de protocolos notariales (1574-1925), que se guarda en el Archivo Histórico Provincial, con más de 4.000 volúmenes, da muestras de ello, revelando detalles y características de la trata, que incluye la venta de un esclavo japonés.

Muchos descendientes de los afro primitivos fueron destinados a tareas artesanales, pero muy pocos a quehaceres artísticos, y esto en tanto resultase funcional a sus amos, pues la creatividad fue recibida en estas tierras de manera muy menguada y enmarcada, cuanto más, en el género del retrato y de las imágenes religiosas.

Luis Roberto Altamira, en el valioso y paciente trabajo que tituló Córdoba, sus pinturas y sus pintores, se asoma a las producciones plásticas datadas en los siglos XVII y XVIII y nos anoticia de los trabajos de dos pintores afro-cordobeses de esos tiempos.

Uno de ellos era El Muleque, o bien “El mulato”, que vivió en el siglo XVII y fue educado en el manejo de los pinceles por el jesuita belga Luis de Santa Cruz, hermano coadjutor, uno de los muchos habilísimos arquitectos y decoradores que la Compañía de Jesús trajo a América para la construcción y ornato de templos que aún asombran.

De “El Muleque” se sabe que pertenecía al capitán don Luis de Ordóñez y que en 1661 fue solicitado al Colegio Máximo para su envío a las misiones guaraníticas, a pedido precisamente del hermano Santa Cruz, quien se hallaba en las selvas litorales. Con su maestro, en Córdoba, había participado en la pintura de La coronación de la Virgen, en la cúpula de la Compañía, y en las de las pechinas que llevan las imágenes de los cuatro evangelistas. Sin embargo, tarea del mulato, al decir de Altamira, habría sido la de simple pintor de fondos, dejando la obra artística para el maestro. De las capacidades de “El Muleque” no se puede dudar, dada la insistencia del jesuita en reclamarlo desde tan lejanos sitios.

Una impronta más personal dejó el pardo Francisco Javier del Sacramento, nacido en 1749, de padres esclavos propiedad del monasterio de las Teresas, fundado unos veinte años antes por doña Leonor de Tejeda y Mirabal. Altamira señala que Sacramento había sido instruido en los rudimentos del arte por el hermano Antonio Negle, quien también le habría enseñado a macerar colores.

Se conoce asimismo que Sacramento tuvo su taller a los 19 años y que en 1775 fue convocado para producir, desde sus conocimientos de pintura artística, un informe al rey sobre el estado de las obras en la Catedral, responsabilidad del obispo y del gobernador. En el acta correspondiente figura la firma de nuestro artista, que era merecedor de la confianza del deán del Cabildo Eclesiástico, doctor Ramón González Pabón.

Al parecer, Sacramento no era un pintor consumado sino que se limitaba a copiar viejos óleos producidos en otras regiones de América y estampas llegadas de Europa. De todos modos, se le atribuyen cinco pinturas que se guardan en el convento de calle Independencia: un cuadro del Divino Rostro, sendos retratos de las monjas Teresa de Jesús y Catalina de Cristo, y las efigies de las legas Teresa Luisa de San Ángelo y Ana de Jesús. Esta última no es otra que María Magdalena de Tejeda y Guzmán, hija de don Juan Tejeda, a causa de cuya milagrosa sanación éste se comprometió a levantar el convento. Entienden los especialistas que Sacramento copiaba las figuras monjiles y su entorno inmediato de pinturas que le llegaban del Alto Perú y aun del Cuzco, a las cuales en sus rostros confería algunos rasgos particulares.

Tanto sus padres como el propio Sacramento, hasta su manumisión, habían sido esclavos de la religiosa María del Sacramento, de aquí el apellido del pintor, dama que para el siglo no era otra que doña María Magdalena de la Vega, viuda del general Pablo Guzmán, y esposa de don Juan de Tejeda. Se presume que Francisco Javier del Sacramento obtuvo su condición de pardo libre antes de 1786, pues en ese año el padre Pedro Grenón lo ubica en tal carácter presentándose ante escribano para aceptar un préstamo del cancelario y rector interino de la Universidad, fray Pedro Guitián. Sacramento exhibe como garantía “un sitio que tiene frente a la puerta principal del Monserrat”.

En el censo de 1813, cuando ya tenía 64 años, Sacramento aparece como de oficio pintor, con mujer e hijas costureras e hijos carnales y políticos sastres, además de un nieto músico. En ese año de 1813, Francisco pinta el escudo nacional argentino sobre la fachada del edificio del Cabildo, a pedido de esta corporación y según las disposiciones de la histórica Asamblea, la misma que había decretado la libertad de vientres para todos los nacidos de madre esclava desde ese momento en adelante. La plena libertad para los negros esclavos sólo sería reconocida por la constitución de 1853, cuarenta años más tarde, y en toda la extensión del actual territorio argentino recién desde 1862, cuando Mitre adhirió con recaudos al contenido de la Carta Magna.

Francisco Javier del Sacramento testa en el año 1809 y se especula que sus restos, como los de un hijo premuerto, fueron enterrados en el propio convento de las Carmelitas Descalzas de San José (Teresas), amortajado con el hábito de la Virgen del Carmen.

(*) Notario-Abogado. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luís de Cabrera.

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