Por Susana Novas / Abogada, mediadora
A lo largo de la historia siempre existió lo que hoy llamamos “violencia familiar”, pero no se la percibía como tal porque estaba naturalizada, invisibilizada; es decir, se creía que la vida era así y no había por qué modificar dichos patrones de conducta.
Los sistemas de creencias naturalizan las diferencias de poder en estos temas que ocurren puertas adentro, dificultando que se les preste atención como una cuestión social.
El maltrato familiar es una problemática social compleja, que convierte la vida de quienes se ven involucrados -convivan o no- en un laberinto de temor, desvalorización y dolor.
El caso que se derivó a mediación es la solicitud de una madre a tener contacto con sus dos hijos adolescentes, un varón de 15 y una mujer de 17, que viven con el padre.
Desde que ella se retiró del hogar conyugal con su hija más chica, de ocho años, el contacto era dificultoso; según ella, porque el papá no lo permitía.
El papá, mucho mayor que la mamá, adujo que los hijos adolescentes no querían ver a la madre, que él no los influenciaba, y que la señora era adúltera. Su hijo varón fue quien descubrió el adulterio y eso le había afectado profundamente, no queriéndose relacionar con su madre por ningún motivo.
Ante esta situación y teniendo en cuenta la capacidad progresiva de los menores, invitamos a estos adolescentes a una reunión de mediación. El propósito era escucharlos e intentar revertir esta situación en la cual el desquicio matrimonial había polarizado a la familia impidiendo una relación de la madre con sus hijos adolescentes, quienes adjudicaban la culpa del divorcio a su mamá por lo “que le hizo a su papá”. A esa edad es muy difícil aceptar que las dificultades de un matrimonio se construyen de a dos, aunque sea uno el que detona el problema.
El deber de no dañar a otro es más importante en las relaciones de familia que en otras esferas del campo civil: ¿qué pasa con los daños que ocasionan al resto de la familia estos hechos –como el adulterio- que implican auténticos agravios al otro, es decir, cuando se lesionan bienes extrapatrimoniales tales como el derecho al bienestar, a obtener el respeto de los familiares?
¿Cómo hacer para revincular a esta mamá con sus hijos, que se convirtieron en jueces de sus mayores y tomaron partido por uno de ellos? La ley no tiene respuestas y la mediación no puede sanar heridas emocionales que ocurrieron por desaprensión de los adultos responsables.
En las últimas reformas en materia de familia se ha empezado hablar de “relación directa y permanente”, para referirse a aquella relación que debe mantener el padre y/o la madre con sus hijos, cuando no tiene a su cargo el cuidado de éstos y que vino a reemplazar el antiguo y frío término de “visitas”.
Con ello no sólo se comienza a estar acorde con la terminología utilizada por la Convención Internacional de los Derechos del Niño sino también se pretende rescatar la importancia y el valor que tiene el hecho de que el padre y/o la madre que no tiene la tuición conserve los lazos con sus descendientes.
Es de esta forma como el derecho a mantener relaciones directas y permanentes no tiene como único titular al padre y/o la madre sino también al menor, ya que la citada convención en su artículo 9 reconoce el derecho del niño a “mantener relaciones personales y contacto directo con ambos padres de modo regular”; de manera que es un derecho que pertenece a ambos y que reconoce como una única excepción el caso de que sea contrario al interés superior del menor.
En la causa de mediación que tratamos, el derecho de los adolescentes fue superior al interés de la madre, ya que la negativa de éstos fue terminante. La madre, aunque la ley y las instituciones la amparan, tendrá que esperar que sus hijos comprendan su decisión con el tiempo.
“Donde hay amor no existe el deseo de poder y donde predomina el poder el amor brilla por su ausencia. Uno es la sombra del otro…”. Carl G. Jung