sábado 23, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Cueros y negros

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Más de 200 años atrás Corrían los últimos años de la colonia y se imponían las reformas económicas que España dictó para América. Se trataba fundamentalmente del desarrollo de la agricultura, para lo cual eran necesarios dos elementos fundamentales: herramientas de labranza y negros esclavos. Había que comprar unos y otros: las herramientas, en países europeos industriales, y los negros esclavos en África.
Fue por entonces -comienzos del siglo XIX, unos años antes de la independencia-, que Joaquín del Pino, virrey del Río de la Plata, se hizo eco de esas disposiciones y quiso ser partícipe de esta política económica y al mismo tiempo resolver el problema que tenía en su propio virreinato, esto es, el creciente contrabando y la participación solapada de extranjeros y de barcos de otras banderas en el comercio ultramarino. La combinación de estos hechos –fomento de la agricultura, contrabando, penetración extranjera- generaba una profusión de leyes y reales órdenes, así como diversas y contradictorias interpretaciones, a lo que se sumaban las medidas que otorgaban privilegios de excepción a personajes que estaban cerca de la corte de Madrid o de la sede virreinal y se aprovechaban de las confusiones y contradicciones.

La base de un programa que contemplara la situación rioplatense era la importación de negros esclavos y la exportación de cueros vacunos, que era demandada desde Europa, hasta conformar un sistema de economía de trueque. Los buques iban primero a El Callao, donde desembarcaban a los negros, y se presentaban luego en el puerto de Buenos Aires, donde cargaban los cueros en pelo, a razón de 260 cueros por cada negro. De esa manera, el erario de la corona pagaba con cueros el importe de los negros que venían de otras colonias extranjeras, especialmente de las portuguesas, con lo que evitaba el drenaje de la plata de Potosí.
En los cálculos de los comerciantes negreros y cuereros estaba prevista la reducción de las ganancias por efecto de las bajas producidas durante el viaje a través del Atlántico como consecuencia de las enfermedades propias del hacinamiento. Otro rubro importante del comercio exterior era la exportación de carne vacuna, pero ésta estaba en situación desventajosa con respecto a los cueros, porque sólo se exportaba un tercio de la carne de los animales de los que se extraían los cueros, debido a que faltaba desarrollar la manera eficiente de mantenerlos en condiciones de soportar el largo viaje a través del mar sin descomponerse; esto porque la industria del tasajo y de la cecina no estaba desarrollada en equiparación con el comercio de los cueros.

Por tanto, en la mentalidad de los comerciantes se asemejaban los problemas de los traslados de las mercaderías humanas y animales, o sea la conservación de la carne vacuna exportada y la supervivencia de los negros importados. Ambas cuestiones eran parte de las condiciones de este comercio de trueque. Lo que bien sabían, estos devotos del lucro más que de Mercurio, era que un negro era trocado por 260 cueros de vaca: un informe detallado del Conde de Casa Valencia al Rey daba cuenta de este intercambio, tanto de sus incidencias como de sus derivaciones, de sus dificultades y de sus perspectivas.
En cuanto al Virrey, a éste le preocupaba que esta rudimentaria industria de la extracción de los cueros, sin un valor agregado, no aprovechara la carne de los animales. En aquel informe, el marqués de Casa Valencia señalaba con preocupación que de los 600.000 cueros exportados recientemente sólo se había aprovechado la carne de 200.000 animales, en tanto el resto había quedado a expensas de los buitres que merodeaban revoloteando sobre la pampa bonaerense.
Los negros estaban -claro está que sin saberlo-, en medio de esta especie de vericuetos legales y de ilegales subterfugios. El virrey dedicó el mayor tiempo de su mandato a este problema y para ello juntó todas las cuestiones en un hato e intentó resolver en conjunto el problema del contrabando, del fomento de la agricultura, de la entrada de barcos extranjeros, de la nacionalidad de los comerciantes; en fin de la serie de problemas relacionados con las exportaciones e importaciones.

Hoy
Al que pasa y repasa los documentos del Archivo de Indias que han dejado constancia de estos hechos y acontecimientos le resulta muy difícil seguir las etapas de esta tan complicada maraña de recursos y artilugios de que se valían los comerciantes y sus abogados leguleyos para terciar y sacar beneficio de este comercio –a menudo con la connivencia y vista gorda de las autoridades-, en parte legal y en parte clandestino, pero siempre oprobioso.
El estudioso con pretensiones de historiador evalúa hoy esta historia a la luz de los tiempos, y llega a la conclusión de que el pobre virrey no pudo dar satisfacción a su rey, como que poco después vino la revolución, con lo que se sucedieron por más de 200 años otros economistas iluminados.
En realidad no puede leer estos documentos sin que se le revuelvan las tripas ante tamañas ignominias, que colocaban al hombre “blanco” –así denominado para distinguirlo claramente de este otro al que con eufemismo llamaban y siguen llamado “de color”- en la escala de la barbarie salvaje, por supuesto una barbarie mayor que el salvajismo que esa clase privilegiada atribuía a los seres humanos que eran cazados en África y que eran amontonados en sentinas inmundas para trasladarlos a América y luego vender a sus sobrevivientes como mercancías.

Pero si con paciencia el lector atento puede desentrañar estos entresijos argumentales de derechos y prohibiciones, no consigue -sin embargo- entender cómo sus protagonistas blancos no sentían también revolver sus estómagos al poner en la misma bolsa o en la misma balanza cueros de vaca y seres humanos negros, como artículos de mercancía semejantes, sin que pasara por sus cabezas que los negros esclavizados eran seres humanos y con lo que colocaban en el cajón del olvido los sentimientos caritativos que les dictaban sus creencias cristianas.
Y -lo que no es menor- es que ese lector atento debe toparse con quienes sostienen hoy que aquellas eran prácticas de la época, y como tales hay que entenderlas y aceptarlas.
Con ese criterio estas personas del siglo XXI son proclives a justificar desmanes no menores de este tiempo que vivimos.

(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia.

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