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Crónicas de una guerra en marcha

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para
Comercio y Justicia

Apunte parcial sobre Armenia, para avizorar su propia tragedia

Las divisiones etnorraciales y las tensiones intestinas de la antigua Unión Soviética, más allá de la carga de enfrentamientos milenarios, fueron una constante histórico-política. Enfrentamientos que el Kremlin favoreció para consolidar su poder y promover la “destrucción” de sus potenciales opositores en regiones subalternas y sujetas de vasallaje. 

Así ocurrió desde la instalación de Lenin en el poder. Los revolucionarios, magníficamente retratados por John Reed en Diez días que conmovieron al mundo (Ten days that shook the world, en el original inglés) adoptaron, cuasi de inmediato, los planes de expansión imperial que habían concebido los zares Pedro el Grande y Catalina de Rusia.

Nada fue diferente en política internacional. Por esa razón, los países occidentales observaban con desconfianza la hambruna que padeció el pueblo ruso durante los primeros años del gobierno de los soviets. Prefirieron hacer llegar granos, tasajo y pescados en salmuera que proporcionar préstamos dinerarios por temor a que terminaran alimentando el programa armamentista que proponía León Trotsky, líder del Ejército Rojo.

Hambruna resultante del efecto combinado de una de las mayores sequías de las que tienen memoria los rusos, que comenzó durante la Primera Guerra Mundial, y siguió por las perturbaciones producto de la Revolución Rusa de 1917 y de la cruenta guerra civil que libraron bolcheviques contra mencheviques. 

Las tensiones políticas de la época no encontraron la solución que se aguardaba para superar la tragedia. En julio de 1921, miles de hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo cargaron sobre sus hombros la solución del hambre colectivo que produjo, según los estudios más rigurosos, la muerte de 5,7 millones de personas. 

Respondían así al llamado humanitario de Máximo Gorki -líder socialdemócrata soviético y fiero oponente de Vladimir Lenin-, quien priorizó la vida de sus compatriotas a los intereses políticos que representaba. 

El eco del grito del escritor soviético provocó que se convocara a una conferencia extraordinaria, que se celebró a partir del 15 de agosto en Ginebra, por el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Liga de Sociedades de Cruz Roja, el Comité Internacional para el Alivio Ruso (ICCR) y la masonería internacional, siendo el diplomático noruego y Premio Nobel de la Paz (1922) Fridtjof Nansen, su alto comisionado.

Los principales actores fueron la estadounidense Asociación de Alivio, junto con otros cuerpos como el Comité de Servicio de Amigos y la Unión Internacional Salven a los Niños, que requirió a la Fundación Salven a los Niños británica que fuese el donante principal. 

La Córdoba liberal y laica que tanto amamos estuvo a la altura de las circunstancias. En pocos días reunió cerca de siete mil toneladas de alimentos, mientras la clerecía, siguiendo las instrucciones del obispo Zenón Bustos y Ferreyra O.F.M., lanzaba desde los púlpitos rayos y centellas.

Armenia desde siempre está en el horizonte de conquista y dominación de quienes ocupaban el Kremlin con pretensión de propietarios. Lenin le promete respetar su autodeterminación pero instruyó a sus operadores políticos para que fomentaran el disenso interno. Así, los armenios, quienes aparecían débiles después de su largo combate contra el dominio otomano, el genocidio armenio y la posterior guerra contra los turcos, fue invadida por el Ejército Rojo en 1920 y anexada como una república socialista soviética, sujeto de vasallaje.

La región tiene una larga historia de enfrentamientos raciales y religiosos. Pese a todas las mediaciones y las misiones de buena voluntad, nadie logró crear un clima adecuado para construir un escenario propicio para soñar con la paz. 

Alguna vez, envueltos en un mar de dudas y con un libretón lleno de preguntas, comenzamos la búsqueda de las respuestas que necesitábamos. Muchos, la mayoría, se escudaban en el silencio. Una amiga entrañable nos indicó un camino, que nos llevó al encuentro del mítico Mateo Mateossian, librero experto y eximio melómano. Las explicaciones nos llevaron tres largas jornadas para decirnos que la existencia de abismos cada vez más profundos en torno al Monte Ararat se debía a que “Los paisanos solo ‘razonan’ con la boca ardiente de los fusiles y el tronar de los cañones.”.

Para no perdernos en los meandros de la historia, anotamos al pasar algunos, dos puntos de arranque para iniciar una aproximación al conflicto. 1.- La guerra ruso-persa de 1826, que culminó con el Tratado de Turkmenchay, por el cual, entre otras cuestiones, Persia cedió “el kanato de Ereván (la mayoría de la actual región central de Armenia), el kanato de Najicheván (la mayoría de la actual República Autónoma de Najicheván de Azerbaiyán), el kanato de Talysh (sudeste de Azerbaiyán) y las regiones de Ordubad y Mughan (hoy parte de Azerbaiyán), y reiteró las cesiones efectuadas a Rusia en el marco del tratado de Gulistan.”. Y 2.- Permite el reasentamiento y la libre circulación de los armenios desde el Azerbaiyán iraní al Cáucaso, lo que incluía también una liberación de los armenios capturados por Persia. Este reasentamiento reemplazó los 20 mil armenios que se mudaron a Georgia entre 1795 y 1827. 

El segundo punto de arranque nos remite al sempiterno enfrentamiento entre la Rusia imperial y el Imperio Otomano. Todo alineado con el fanatismo de cristianos y musulmanes; musulmanes y cristianos que por lo general han enmascarado intereses económicos y geoestratégicos cuyos beneficiarios fueron otros. En especial el imperio británico, que dibujó casi a su antojo el mapa del Cáucaso, el Oriente Próximo y Asia Central. 

La llegada de Josef Stalin al poder adquirió en la región perfiles dramáticos. Modificó hábitos y costumbres ancestrales que contrariaban “los civilizados modos de vida” de  Moscú. Tarea que encargaron a la policía secreta del régimen, que persuadió “con extrema ternura” a los habitantes de Armenia, Azerbaiyán y Georgia.

De esta manera se abrió un nuevo escenario de disputa. Ahora con Turquía. Cuando fue disuelta, en 1936, la República Federal Socialista Soviética de Transcaucasia y Armenia, Azerbaiyán, y Georgia se convirtieron en repúblicas independientes separadas que reafirmaron sus más antiguas tradiciones. 

El mejor ejemplo lo proporciona el diseño del escudo nacional armenio, que le dio centralidad al monte Ararat como símbolo nacional y por sobre su cumbre la hoz y el martillo con la estrella roja detrás de ellos. Cuestión que provocó airadas protestas por parte de Turquía, ya que la montaña donde el Arca de Noé tocó tierra es territorio propio. La respuesta de Moscú fue casi inmediata. Rechazaron la pretensión de Ankara por improcedente, habida cuenta de que el símbolo heráldico principal turco es la Luna en cuarto creciente. 

Inmediatamente Stalin, a manera de compensación, transfirió los territorios de Najicheván y Nagorno Karabaj -hoy en disputa- a Azerbaiyán. Regiones éstas que habían sido prometidas a Armenia por los bolcheviques en 1920. 

Este detalle no logró calmar el malestar turco ni de la comunidad musulmana, que se transforma en ira cada vez que se acerca el 24 de abril, fecha en que los armenios de todo el mundo conmemoran el exterminio de 1,5 millón de hombres, mujeres y niños por el gobierno de los Jóvenes Turcos, liderados, entre otros, por Ismail Enver -llamado Enver Pachá o Enver Bey por los europeos de su época-.

Personaje que, el 24 de octubre de 1914, se nombró a sí mismo vicegeneralísimo y se convirtió en el único dictador de facto del Imperio Otomano. Una semana después ordenó que todos los hombres del imperio en edad de portar armas se presentasen en las oficinas de reclutamiento, declaró la guerra a los países que integraban la Triple Entente y bombardeó Odessa, en una operación conjunta de las flotas turca y alemana.

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