En el capítulo VIII de Don Segundo Sombra puede leerse: “La novillada marchaba bien. Las tropillas que iban delante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada habían cesado. El traqueteo de las pesuñas, en cambio, parecía más numeroso y el polvo alzado por millares de patas iba tornándose más denso y blanco”.
Hablaba de uno de los dos transportes vitales en los tiempos previos al ferrocarril del siglo XIX y el transporte motorizado del siglo XX. Si el desplazamiento era de ganado o animales en pie para su venta, estábamos frente a una “tropería”. Cualquier otra carga, a lomo de animal o en carreta, se trataba de una “arriería”.
Fue introducida como actividad en nuestro continente por los españoles, se manejó mayormente por usos y costumbres, y contó con la mula como medio principal de transporte. Zusman, Hevilla y Molina en su trabajo “Geografías de los tiempos lentos”, expresan con propiedad que los arrieros “eran sujetos claves para a para aquellas necesidades de movilidad de tiempos lentos”, permitiendo articular los distintos lugares de un dilatado territorio que debía salvarse a paso de hombre con carretas o al tranco de caballo o mula.
Ambas eran actividades que seguían sus propias reglas y que daban lugar a contratos igualmente específicos. Merced a la confianza que presidía los negocios comerciales en ese tiempo, no era raro que fueran celebrados de palabra.
Lo llevaban a cabo personas indígenas o criollos, ya fuera como asalariados u organizados en grupos pequeños o inclusive empresas de mayor entidad. La ejecución del transporte podía ser como flete, trasladando de mercancías para un tercero, o por cuenta propia, llevando a los mercados objetos adquiridos a riesgo de quien los desplazaba, como nos cuenta Cecilia Sanhueza, en su Tráfico caravanero y arriería colonial en el siglo XVI.
La arriería era un oficio no sólo más especializado sino también con una mayor jerarquía que el de la tropería. Para dicho periplo, el arriero se acompañaba de otras personas con distintas funciones en el manejo de la recua y de la carga. De los principales, existía un ayudante, encargado de acomodar las cargas y controlarlas a lo largo de todo el camino, así como de señalar los sitios de descanso en los que la recua debía parar para reponerse (pascanas) o para pasar la noche; era además el responsable de la integridad de los animales, debiendo buscar a los extraviados y hasta reponer su valor en caso de no hallarlos. Otro miembro del arreo era el tenedor, quien debía mantener las mulas dispuestas y los bultos para que fueran aparejados, cuidar de la reata, la cuerda que mantenía a los animales unidos entre sí, así como indicar al madrinero cómo vadear los ríos y pasos malos, señalándole la ruta. Éste, por su parte, debía contener las mulas para ser enlazadas durante la carga y conducir a la mula madrina que guiaba la recua y ocuparse de las demás durante el viaje, así como de buscar leña y cocinar para los demás arrieros. Cuanto menos, el arriero contaba con un ayudante, un madrinero y un tenedor por cada recua. Las mulas eran un bien valioso que recibían el mayor cuidado, contando con sus aparejos, lazarillos y manteo para cada una.
Una particularidad del contrato de “fletería” entre el arriero y el propietario de los artículos a transportar, era por regla general de usos y costumbres, que todas las mulas a emplearse quedaban “hipotecadas” desde el momento en que el arriero recibía la carga, hasta su entrega en el destino. Por eso, se tendía a que el valor de la mercancía transportada no excediera al valor de las mulas, las que resultaban el “seguro” para el comerciante que entregaba sus mercaderías para ser llevadas a otro lugar. En cuanto al pago, se entregaba la mitad al partir y el saldo restante en destino.
No es muy conocido que el mismísimo cruce de los Andes dependió de un particular contrato de arriería. El ejército de San Martín contaba con un buen número de arrieros para acarrear sus vitales bagajes de guerra, en una yerma geografía de montaña, donde hasta la leña para hacer fuego debía llevarse.
No eran soldados, pero el éxito del cruce dependía de ellos y de sus conocimientos del transporte por pasos de montaña. Los abastecimientos del Ejército de los Andes resultaban, al uso y costumbre del ramo, una recua mayor, en donde debían tomar parte casi la totalidad de los arrieros disponibles. No pasaban ellos por una buena situación, pues la caída de Chile había cortado los arreos por la cordillera.
En vísperas de la partida, una carta de Pueyrredón, director Supremo de las Provincias Unidas, al General en jefe del nuevo Ejército de los Andes, le notifica con fecha 2 de diciembre de 1816, mes y medio antes de la fecha prevista de partida: “No hay, amigo mío, dinero: esto está agotado. Si los arrieros, no se conforman a esperar, será preciso renunciar a Chile, porque en el día no se aprontan los 30.000 pesos para su medio flete, aunque me convierta en diablo (…) En fin, yo no sé cómo hemos de sufrir tantas necesidades, tantos clamores y tan pocos recursos”.
San Martín los reúne y explica la situación. Luego, hace el pedido: que hagan su trabajo sin percibir nada al inicio, como se estila, cobrando al final del viaje en Chile, cuando se triunfe sobre los realistas. Lo consigue y el resto, es historia conocida.
Parafraseando a Churchill: nunca tantos debieron (y au6n debemos) tanto a una actividad como la arriería.