Por Carlos Ighina (*)
En la extensión de los pueblos jalonados después de la ocupación del territorio americano, por parte de España, no se consideraba una ciudad como bien fundada si no contaba con plaza, iglesia y cabildo. Los primeros habitantes de nuestra Córdoba anduvieron de un lado para otro, de casa en casa, y por bastante tiempo, para poder realizar sus habituales y obligadas reuniones.
Don Lorenzo Suárez de Figueroa había asignado juiciosamente el solar del cabildo en el traslado de 1577, ubicándolo frente a la plaza y junto a la Iglesia Mayor. Sin embargo, pese a los buenos deseos, el espacio permaneció vacío por muchos años hasta que en 1588 se juntaron las primeras maderas para la obra de la sala capitular.
Para esa época, los cabildantes estuvieron activos cobrando multas en efectivo y en especies. Así, a la par de las monedas, se aceptaron puertas, vigas y ventanas, entre otros elementos de construcción.
No obstante, las intenciones de los celosos regidores puestos a empresarios de obra se vieron imprevistamente defraudadas.
El procurador de la ciudad dispuso que fondos y materiales fueran aplicados a la erección de la ermita de los santos Tiburcio y Valeriano –aproximadamente en el sitio de la sacristía de la actual capilla doméstica de la Compañía de Jesús-, a la reparación del muro de la iglesia y al acondicionamiento de la acequia que cruzaba el poblado.
Pero, a pesar de estos inconvenientes, fue levantada -como se pudo- la casa del cabildo en el honroso lugar de privilegio que le había sido destinado. Claro está que sus honorables miembros no quedaron del todo conformes, dado que en 1606 redoblaron sus esfuerzos para tratar de construir otra edificación, de mayor consistencia y adecuado predicamento edilicio.
Hacían falta brazos fuertes con capacidad de trabajo y para ello estaban los indios, los criados y los esclavos. Estas castas -así se llamaban los grupos sociales distintos de los españoles y criollos- fueron cedidas por sus patrones, dóciles al requerimiento del cabildo como buenos vecinos que eran. Para la adquisición de los materiales, en particular para la madera necesaria, se estableció un nuevo impuesto sobre uno de los artículos de mayor consumo: el vino.
Sin embargo, allí estaban las manos dispuestas y las monedas derivadas de las faltriqueras de los buenos bebedores en el más completo de los ocios, pues no existía un diestro alarife que condujera las obras.
Es decir, si lo había, pero tenía demasiado afecto al vino contribuyente y a las pendencias de aldea, y estaba privándose de los soles mediterráneos en las precarias celdas del mismo cabildo. Se llamaba Bernardo de León y era el único albañil con morada en la incipiente Córdoba de principios del siglo XVII.
Ante esta realidad se imponían soluciones prácticas. El procurador de la ciudad, don Juan , en su momento escribano público y de cabildo, fundador asimismo de la estancia de Alta Gracia, solicitó la libertad bajo fianza de Bernardo a fin de que pudieran emplearse los buenos oficios del preso para que dirigiera la operación de fabricar ladrillos y tejas, materiales preciosos en aquellos tiempos.
Don Bernardo arregló por una paga de 190 pesos pero su situación, pese a las buenas gestiones de , no era todo lo cómoda que las necesidades aconsejaban pues le faltaba libertad de movimientos para atender sus muchas responsabilidades.
Sin De León no había indio ni mulato ni esclavo que se diese maña con las puertas y ventanas faltantes, con la construcción de la imprescindible escalera, con el enladrillado y el blanqueo de los muros, como así también con la terminación de los techos.
El alarife puesto a arquitecto precisaba andar sin cortapisas, haciendo valer su sapiencia fáctica que sobresalía de entre el improvisado elenco de los colaboradores. Así se lo hicieron ver los apurados capitulares al teniente de gobernador, el capitán Luis de Abreu de Albornoz, quien no tuvo otra alternativa que dejar circular libremente al cotizado ebrio y pendenciero.
Para 1610 el edificio del cabildo estaba en decorosas condiciones de presentación, ampliado y mejorado, gracias al sostenido consumo del noble vino y a la comprensión de los magistrados que liberaron para el mejor cumplimiento de su oficio al hábil Bernardo.
La nueva casa, aunque jerarquizaba al recinto deliberativo, tuvo sus imaginables falencias, teniendo en cuenta que no pasó mucho tiempo para que los presos se fugasen sin demasiado esfuerzo atento a la ligereza constructiva y a la fragilidad de puertas y barrotes de sus celdas.
El marqués de Sobre Monte fue el responsable político de la edificación capitular que felizmente se conserva, también, en buena parte, merced a la generosidad del vino: se cerraron los arcos y se levantaron tabiques en la recova para alojar tiendas de venta de dicha bebida, telas y otras mercaderías.
Más tarde, en días en que era gobernador intendente Rafael Núñez, se dio fisonomía definitiva al actual monumento nacional, tan entrañable para los cordobeses y de tanto atractivo para centenares de turistas que lo visitan a diario.